LA ESPERANZA EN LOS TEXTOS DE JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA
“La esperanza es el ancla que penetra más allá del velo, hasta el misterio adonde Jesús entró por nosotros. Y nuestra alma está agarrada a esa áncora de esperanza” (Heb. 6, 19-20)
José Mª Díez-Alegría[1] escribe dos libros sobre el tema de la esperanza: “Yo creo en la esperanza”[2] (1972); y “Yo todavía creo en la esperanza” (1999). Los textos seleccionados son del primer libro en el que aborda el tema de la esperanza de una manera más directa y extensa.
Nos parece importante destacar el impacto que nos ha causado leer hoy un libro de un profeta de nuestro tiempo, escrito hace cerca de 40 años; tanto por la vigencia de lo que en él se afirma, como por la fuerza y libertad que se constata en cada conclusión: “Esta «explosión de mi fe» estaba preñada de consecuencias, que se han ido manifestando a lo largo de mi vida… La fe, tal como yo la he vivido desde entonces, es ante todo «liberación»”. También impacta por la claridad y rotundidad del mensaje que transmite, y la paz que fluye de sus palabras.
Este mensaje se percibe más consistente cuando conocemos cómo fue la vida de José María. Su coherencia con el mensaje de Jesús le llevó: a) A “confesar, no polemizar” su fe, sin temor a cómo fuera recibido por la jerarquía de la Iglesia y la sociedad (una parte de sus ponencias y escritos se publican durante la dictadura) b) A estar al lado de los débiles y humildes, viviendo entre ellos 12 años (1973-1985), en el Pozo del Tío Raimundo. “Tengo fe en que, no se cómo, pero verdaderamente Dios está con nosotros en el sufrimiento y en el gozo. Esto es para mí, motivo de serenidad y de esperanza. Pero también es un llamamiento apremiante a compartir y aliviar fraternalmente, en lo que podamos, todos los sufrimientos de nuestros hermanos/as,… Toda mi esperanza está en la misericordia del Señor…
1.- RELIGIONES FALSAS Y VERDADERAS
Hemos visto necesario recoger las reflexiones que hace Díez–Alegría sobre lo que entiende por religión verdadera y falsa, para entender la evolución de su fe, y para poder comprender los otros dos textos seleccionados:
“Habiendo comprendido que hay que decir «no» a la explotación – no sólo, naturalmente, de palabra, sino con la acción militante-, la reflexión cristiana me hizo avanzar por un camino nuevo. Se me planteó en términos insospechados el problema de la religión verdadera y falsa… Me sentí envuelto en una serie de responsabilidades colectivas, por acción o por omisión… Nació en mí la exigencia de estar realmente por la justicia y contra la injusticia, contra la opresión y en favor de la verdadera libertad de todos, en primer lugar de los más injustamente oprimidos. Nació en mí la necesidad de conciencia de «oponerme» dentro de la Iglesia y de la sociedad a la que pertenecía”.
En el capítulo II muestra algunos de los factores que le ayudaron a descubrir la religión verdadera;
a) El estudio de los textos de Marx: “Marx me ha llevado a redescubrir a Jesucristo y el sentido de su mensaje. Jesús y su mensaje me han hecho caer en la cuenta de que los cristianos no somos cristianos, de que la Iglesia Católica existente en la historia tiene poco de cristiano. Con esto me siento llamado a penitencia, metanoia, reconstrucción”.
b) El estudio y reflexión de fe sobre la Biblia, el examen de las ideas sociales de los Santos Padres, desde los llamados padres apostólicos hasta San Gregorio Magno…
c) Y hace mención especial a la carta de Santiago: “La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo”. Sant. 1,27.
Todo ello le lleva a seguir profundizando en las características de las religiones falsas y verdaderas. Describe dos tipos: la religiosidad ontológica-cultualista, en la que se contempla la salvación individual por vía mistérico-litúrgica excluyendo la historia…,; y la religiosidad ético-profética, dirigida a lograr la liberación de la opresión, el reino de la justicia histórica …
Y deduce que la religión de los cristianos es prioritariamente una religión falsa, “protegida por el aparato eclesiástico, que frena los intentos que se dan en la Iglesia de recuperación de la religiosidad ético-profética”.
Llegar a esta conclusión le provoca una gran conmoción: él se siente con una firme fe en Jesucristo y se plantea qué hacer ante esta situación. Su respuesta es excepcional: la lucidez y firmeza se entremezclan con la honestidad y la humildad.
Todo esto da pie para repensar nuestra postura personal y comunitaria en el contexto de la religión ético–profética.
2- LA RECUPERACIÓN DE LA ESPERANZA
Díez-Alegría aborda el concepto de la esperanza en el cristianismo, desde la orientación ético-profética, que corresponde a la religión bíblica del antiguo Israel y a la religión de Jesús y de los primeros cristianos. Va señalando los elementos de la esperanza mesiánica (“cristiana”/”escatológica”), siguiendo la carta de Pablo a los Corintios (Cap. 15),
a) La esperanza mesiánica se da dentro de la historia y desde la historia… “El reino del que nos habla Jesús se inicia en esta vida; por lo tanto la esperanza tiene que contemplar la realidad en la que se vive. El proceso de resistencia y de avance hacia los valores del reino, tiene sentido no sólo para cada individuo en particular que se compromete en la lucha contra la injusticia, sino que tiene sentido respecto a la evolución de la humanidad”
b) La resurrección de Jesús como victoria de Cristo sobre la muerte. Entendiendo la muerte como el último eslabón de las potencias del mal: el egoísmo, la opresión, la injusticia, el desamor…
Su fe en la resurrección la expresa así: “Yo afirmo la resurrección con un realismo que hace la afirmación «escandalosa» y «loca». No rehuyo el escándalo y la locura de mi fe. Pero insisto en su carácter histórico…. Mi afirmación firmísima es como un dedo que apunta, como una flecha que se pierde de vista en la noche y la sentimos dar en un blanco que no puede distinguirse”.
Igualmente destaca Díez-Alegría el otro aspecto que conlleva la resurrección de Jesús, y es el dar contenido a la esperanza mesiánica: porque “Cristo resucitado queda constituido en el Señor de la historia…Sin ese contenido de esperanza mesiánica, que incide en la historia, la fe en la resurrección es una mitología,..”
c) Su resurrección es primicia de la nuestra… Díez- Alegría sigue analizando cómo entiende el texto de Pablo: “no se puede creer con verdadera fe en la resurrección de Cristo, si no se espera (se cree en) nuestra resurrección …
Ya en un capítulo anterior “El Cristo de mi fe” se extiende en explicar cómo entiende él la fe en nuestra resurrección, recurriendo al misterio pero sin quitar fuerza a su argumentación: “El Cristo misterioso, Jesús, muerto y resucitado, es ocultamente, porque permanece en el misterio del Padre, una garantía de que la lucha tiene «sentido» y da su «sentido» a la historia… Es la resurrección nuestra la que es objeto de esperanza. Y Jesús es la garantía cierta de esa esperanza. Por Jesús la esperanza de nuestra resurrección viene afirmada (vivida) como esperanza firme y «no ilusoria».
Díez-Alegría, dedica también parte de su análisis amplio a desmitologizar el concepto providencialista tan frecuentemente erróneo entre los cristianos; dando pistas para poder mantener la esperanza y confianza en el Padre, sin convertirle en un ser que interviene en cada acontecimiento individual o colectivo de los hombres, De nuevo recurre al “misterio” (lo oculto) para compatibilizar la cercanía de Dios en nuestras vidas y su no intervención directa en los procesos de la historia: “Pero esta «providencia» debe ser entendida como misterio, no como una especie de factor, que pueda entrar en el cálculo de las posibilidades históricas en un plano fenoménico”.
3.- LA ESPERANZA HUMANA Y LA ESPERANZA CRISTIANA
Gabriel Marcel (1889-1973) hizo aportaciones importantes a la fenomenología de la esperanza y de la desesperanza. Contemporáneo de Sartre y Camus, para quienes “la desesperanza es la situación auténtica del hombre”, refutó sus planteamientos afirmando que partiendo de una honda desesperanza es posible alcanzar la esperanza. La influencia de su fe en todos los análisis le lleva a afirmar el valor de la gracia -don gratuito- en la virtud de la esperanza.[3]
Erich Fromm, en su libro “La revolución de la esperanza” (1968) aporta una conceptualización de la esperanza, en la que se percibe la influencia de Marcel; e igual que él señala primero lo que no es la esperanza y después nos acerca a un concepto de esperanza activa y basada en una fe racional. Esta fe racional es activa y nos da » la certidumbre en la realidad de la posibilidad”. Es también clara una cierta influencia cristiana en su pensamiento.
JMª Díez-Alegría, recoge las aportaciones de Erich Fromm para profundizar en su concepto de la esperanza escatológica (cristiana). Va contrastando la esperanza escatológica con la esperanza humana (histórica). “La esperanza histórica ha de ser planteada y vivida como esfuerzo realizador de posibilidades presentes hacia el futuro…”.
A continuación, al plantearse la distinción y relación entre los dos tipos de esperanza, humana/cristiana (histórica/escatológica), va mostrando que aunque ambas esperanzas no se confunden, no se puede concebir la esperanza cristiana sin estar abierta a la esperanza histórica.
Y amplia su reflexión a los no creyentes que trabajan por la justicia, mostrando un gran respeto hacia ellos y señalando cómo el Cristo de la historia cuenta también con ellos para ir construyendo el reino.
“Por eso, un cristiano genuino se hallará codo con codo con aquellos que viven el proceso histórico con esperanza creadora… En el misterio de su existencia personal, abierta a la fe y al amor de Jesús muerto y resucitado, la esperanza escatológica, que comparte con los primeros cristianos, le sostendrá la mente y el corazón, para mantener, en el riesgo y la incertidumbre del tiempo, la certeza de que se puede y se debe «humanamente» esperar”
Textos de apoyo a la reflexión.
Extraídos de J.Mª Díez-Alegría, “Yo creo en la esperanza” (Desclée de Brouwer, Bilbao,1972), Edición digital en Servicios Koinonía.org: http://www.servicioskoinonia.org/biblioteca/teologica/DiezAlegriaYoCreoEnLaEsperanza.pdf
Texto I-RELIGIÓN FALSA Y RELIGIÓN VERDADERA (RELIGIÓN ONTOLÓGICA-CULTUALISTA Y RELIGIÓN ÉTICO-PROFÉTICA) (Pgs 27-30)
Después de muchos años de reflexión y de vida vivida dentro del cristianismo históricamente existente, he llegado a ver dónde está la diferencia entre religión falsa y religión verdadera.
Cuando Marx dice que la religión es el opio del pueblo (un obstáculo a la liberación del hombre de la injusta opresión, un instrumento de injusticia al servicio del sistema opresor), la afirmación es más profunda y más verdadera de lo que piensan ordinariamente los católicos. (…)
Si la religión verdadera no es ni puede ser instrumento de la injusticia en el mundo, y, por otra parte, la religión de los cristianos (concretamente de los católicos) ha sido y continúa siendo (en conjunto, prevalentemente) factor de conservación de estructuras de opresión e injusticia, entonces resulta inexorablemente que la religión que viven los católicos no es la religión verdadera.
El problema es complejo para quien, como yo, cree en Jesucristo con la adhesión absoluta del «sí» de fe. (…)
¿Por qué una vivencia religiosa centrada en la fe en Jesucristo, que es la Verdad viva, resulta ser una religión falsa?
El estudio y reflexión de fe sobre la Biblia, el examen de las ideas sociales de los Santos Padres, desde los llamados padres apostólicos hasta San Gregorio Magno (segunda mitad del siglo VI), y también la atención, dentro de mis posibilidades, a la historia de las religiones, me han ayudado a encontrar la respuesta.
Hay dos tipos posibles de religión. La religión ontológica-cultualista y la ético-profética.
La más plena realización del primer tipo, la religión ontológica-cultualista, son las religiones de «misterios», que florecieron en el mundo greco-asiático en la época helenístico-romana. Este tipo de religión corresponde a una concepción circular de la historia. La historia se repite. (Como la naturaleza; ciclo de estaciones). No hay un progreso real, un sentido de la historia hacia una finalidad, una plenitud, capaz de responder a los anhelos del hombre. La concepción circular de la historia (del tiempo), es radicalmente pesimista. El hombre está encerrado en el círculo del tiempo, en la trampa de la historia. Por ahí no hay salida.
Una salida la encuentra el hombre, en esta concepción religiosa sólo mediante la identificación cultual con un Dios, realizada en un Misterio litúrgico, que representa la aventura mítica de ese dios, por ejemplo, una muerte y una resurrección. La idea mítica de muerte y resurrección viene sugerida por la sucesión de las estaciones y por el ciclo natural de la vida vegetal, especialmente.
La salvación que ofrece este tipo de religión es individual. Se pueden salvar los individuos, por vía mistérico-litúrgica. Pero la historia, la aventura humana colectiva, es irredimible. Hay que aceptarla como es y evadirse de ella, mediante la religión cultual, hacia una salvación absolutamente meta-histórica.
El tipo de religión ético-profética corresponde a la religión bíblica del antiguo Israel y a la religión de Jesús y de los primeros cristianos, tal como se presenta o se refleja en el Nuevo Testamento.
Esta religión tiene una concepción lineal abierta (digamos rectilínea), del tiempo histórico. Dios es liberador, y la liberación que Dios promete y que el creyente espera es histórica. Se trata de realizar en la humanidad histórica la liberación de la opresión, el reino de la justicia, la plenitud de la fraternidad y del amor.
De aquí que el carácter de este tipo de religión sea esencialmente ético-profético. La religión exige del hombre una realización de justicia y de amor. El puesto que en las religiones de misterios tiene el culto, lo tiene aquí el amor que hace la justicia.
Esto aparece muy claro en un texto neotestamentario, en que la línea profética del antiguo Israel se hace sentir profundamente: «La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo» (Santiago 1, 27). Esta perícopa es enormemente expresiva, porque la palabra «religión», que es en el original griego threskeía, es la palabra que se emplea técnicamente para designar la religiosidad cultual, e, incluso, más bien la cultualista. Por tanto, en el texto de Santiago está claro que la religiosidad ontológica-cultualista viene rechazada y en su lugar se afirma, con la mayor energía, la religiosidad ético-profética.
Texto II-DESMITOLOGIZACIÓN Y RECUPERACIÓN DE LA ESPERANZA (pgs: 55-66)
Ahora llego al punto crucial de mi reflexión de fe.
Para que mi religión cristiana, el cristianismo que yo vivo, sea religión verdadera, tiene que ser ético-profética. Pero para ser ético-profética, en el sentido bíblico y genuinamente cristiano, tiene que estar transida de esperanza mesiánica. Y la esperanza mesiánica es esperanza dentro de la historia y desde la historia.
Esto lo encontramos confirmado con la mayor fuerza en el testimonio que da Pablo, en su primera carta a los Corintios (cap. 15) de la fe de las comunidades apostólicas en la resurrección de Jesús. La carta está escrita hacia el año 55. Es el testimonio más antiguo que tenemos de aquella fe.
Este pasaje capital del Nuevo Testamento contiene, junto con el testimonio de la fe en la realidad de la resurrección de Jesús, un testimonio del sentido que tenía esta fe de los cristianos, como fe en la victoria de Cristo sobre la muerte y en el señorío de Cristo sobre la historia.
Entre los cristianos de Corinto, a los que se dirige Pablo, algunos dudaban de que para los hombres haya una perspectiva de resurrección más allá de la muerte. El hombre griego no tenía gran dificultad en admitir la «inmortalidad del alma», pero se le hacía difícil admitir la resurrección, la re-constitución del hombre más allá de la muerte. Esto dependía sobre todo de su concepción negativa de la materia. Pero también de su concepción «circular» (pesimista, fatal), de la historia. Porque la idea de inmortalidad del alma «separada» apunta a una «salvación» totalmente ajena de la existencia y del destino histórico, mientras que la idea de «resurrección» nos refiere a una solución del problema del hombre histórico y de su existencia propiamente humana. Una solución trascendente, sí, pero no desligada ni desgajada de la existencia histórica.
La respuesta de Pablo se coloca, de hecho, en la perspectiva de unos cristianos que, por una parte, afirman la resurrección de Jesús, pero, por otra, niegan o ponen en duda la resurrección nuestra. Y es contundente: si no hay resurrección para nosotros, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, toda nuestra religión es falsa. Esto lo repite San Pablo con singular energía. O resucitó Cristo y también nosotros resucitaremos, o, si no hemos de resucitar nosotros, tampoco Cristo resucitó, y toda la fe cristiana es una vana ilusión (1 Corintios 15, 12-19).
Para un hombre occidental moderno, este planteamiento de Pablo no es lógico. Pero tampoco Pablo pretende fundarse aquí en un razonamiento lógico. El pensamiento de Pablo se mueve aquí en una dialéctica de fe. Lo que hay en este nexo entre la resurrección, ya realizada, de Jesús (objeto de nuestra fe) y la resurrección futura nuestra (objeto de nuestra esperanza), es la afirmación de un vínculo de solidaridad, que es la entraña misma del cristianismo: Jesús nació, vivió, murió y resucitó para nosotros. Y esto es verdad para el creyente con una profundidad y una realidad inimaginables.
El nexo inseparable entre resurrección de Jesús y resurrección nuestra representa también para San Pablo la afirmación irrenunciable de que Jesús, el Cristo, es realmente el «Alfa y Omega» de la historia de la humanidad en el cosmos. Esto último lo expresó más tarde enérgicamente en la carta a los Romanos, donde nuestra resurrección es presentada como cumplimiento liberador de la historia del hombre y, con él, del entero dinamismo o dialéctica de la «creación» (del cosmos en que el hombre existe históricamente). (Romanos 8, 19-24).
Si la resurrección de Jesús no va ligada (como «primicia») a la resurrección nuestra, y si esta resurrección no es verdaderamente cumplimiento de la historia, entonces Jesús no es el Cristo de Dios, el Cristo para la humanidad y para la historia. Pero si Jesús no es el Cristo, en ese supuesto, la resurrección de Jesús es pura ilusión, y el cristianismo puro mito.
Esta es la idea de San Pablo, cuando afirma y repite que si no hay resurrección para nosotros tampoco la ha podido haber para Cristo. Pero, inmediatamente después, Pablo pasa a proclamar con energía explosiva, que, en realidad, Cristo Jesús resucitó: «¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron» (1 Corintios 15, 21). A continuación, explica Pablo que entre la resurrección de Jesús, al tercer día de la pascua, y la nuestra, en la hora de la parusía de Jesús, al fin de los tiempos, transcurre toda la historia humana. Esta historia está, para Pablo, en función de la resurrección de Jesús, que es una victoria potencial sobre el mal y sobre la muerte: «todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego los de Cristo en su venida. Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad. Porque debe él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte» (1 Corintios 15, 22-26).
¿Qué quieren decir estas palabras? Lo que Pablo dice es esto: Jesús, muerto y resucitado, recibe una investidura, un reino, que tiene un sentido dinámico. Cristo resucitado es constituido Señor para que realice en la historia un proceso de debelación de las potencias del mal. (…) la debelación de esas «potencias» es debelación real del mal y de las estructuras malvadas en la historia, a través de la historia. Este proceso, paulatino y victorioso, tiene como coronación el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte en el día de la venida de Jesús, que es el tiempo de nuestra resurrección.
Las potencias del mal de que habla San Pablo representan lo que es egoísmo, opresión, injusticia, desamor. (En contraposición al bien, que, para Pablo, como hemos visto, se reduce al amor que hace la justicia y que no obra el mal). Ese mal ha de ser vencido, paso a paso, a través de la historia. El Cristo misterioso, Jesús, muerto y resucitado, es ocultamente, porque permanece en el misterio del Padre, una garantía de que la lucha tiene «sentido» y da su «sentido» a la historia.
Es decir, no sólo tiene sentido en la existencia del que, por amor, se compromete en la lucha contra la opresión (la injusticia), sino que tiene sentido en la historia y respecto a la marcha de la historia. Todas las fuerzas de intereses bastardos, de conformismo, de cobardía, de pesimismo histórico, que tratan de ahogar cuanto es contestación en nombre de la liberación y de la justicia, serán impotentes para eliminar de la historia la resistencia contra el egoísmo, la injusticia y la opresión. Esta lucha, con todas sus complejidades históricas, con sus incertidumbres, sus riesgos y sus temporales retrocesos, es un dinamismo en marcha hacia el fin, hacia la venida de Jesús, que será la consumación y el triunfo definitivo. Esta es la esperanza cristiana. Este es el contenido de la fe en la resurrección de Jesús, garantía («prenda») de nuestra final resurrección.
Yo creo en esta esperanza. Y para proclamar mi fe en esta esperanza, escribo este libro. Contra todos los que, fuera y dentro de la Iglesia, se esfuerzan en convencernos de que hay que renunciar a la esperanza en nombre de la prudencia o de la sensatez o de la ciencia o, tal vez, del «espíritu sobrenatural», que sería como decir: «en nombre de Dios».
Pero volvamos todavía un momento a San Pablo. (…) «El último enemigo en ser destruido será la muerte». Por tanto, si la lucha contra los enemigos de la fraternidad, de la liberación, del amor verdadero y de la justicia, no es una lucha en marcha hacia la victoria, a lo largo de la historia, es quimérico creer que la muerte será destruida, al final. (…)
El Evangelio de Mateo se cierra con estas palabras:
«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (…). Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (28,18 y 20). (…)
El sentido de ese texto de Mateo me parece prevalentemente (si no exclusivamente) mesiánico escatológico, en la misma línea que la concepción paulina del Cristo resucitado Señor de la historia. Pero ese sentido ha sido dejado en la sombra entre los católicos, en aras de una concepción juridicista de «absolutismo» jerárquico. También esto da qué pensar. (…)
Pero la manera como la Biblia nos presenta la esperanza mesiánico-escatológica ¿no es a su vez mitológica? Y la manera como, después de Jesús, la fe cristiana apostólica reasume la vieja esperanza profética ¿no se revela ella misma mitológica?
¿Podemos desmitologizar la esperanza mesiánica, inseparable de la fe cristiana genuina en la resurrección, sin dejarla perder con ello, antes al contrario, recuperándola en un sentido más profundo? Personalmente yo he hecho algo así. Y tengo conciencia de que sólo de este modo he llegado genuinamente (según espero) y profundamente al verdadero plano de la «fe». Trataré de exponer cómo vivo mi esperanza mesiánica, mi fe en Cristo resucitado, Señor de la historia.
Pero antes quiero insistir en que esta profundización de la fe (esta desmitologización), que nos lleva al plano auténtico de la «fe» desnuda y de la «esperanza» que se «cree», nos aleja de toda pretensión apologética de «demostrar» la fe, para que así la gente la acepte. Abrahán «contra (toda) esperanza creyó en la esperanza»… —afirma Pablo en la carta a los Romanos (4, 18)—. Pero una «fe» así en la «esperanza», sin ninguna apoyatura humana de esperanza («contra toda esperanza»), es una especie de creación de la gracia en el interior del hombre, un acaecimiento originario, un misterio existencial.
El creyente debe llevar adelante su «fe en la esperanza» más con su total actitud que con proclamaciones verbales. Debe dar testimonio.
Pero con enorme respeto a los demás. Sin proselitismo. Sin triunfalismo. Porque él mismo siente la «locura», o quizá mejor la «gratuidad» de su esperanza. Pero esa «locura» es vivida por él como «sabiduría de Dios». Y la «sabiduría de Dios» libera de sectarismos y supersticiones, nos deja libres para afrontar sinceramente la realidad, desde el misterio de la esperanza, pero sin dogmatismos mitologizantes, que requieran, para poder mantenerse, cerrar los ojos ante esa realidad. Porque también la realidad es un misterio, que hay que respetar.
Con esta actitud, trataré de explicar cómo he desmitologizado y recuperado mi esperanza mesiánico-escatológica de cara a la realidad de la historia.
Los profetas de Israel esperaban la instauración de la justicia en el mundo histórico, mediante una intervención manifiesta, visible, de Yahvé, como la que la tradición religiosa de Israel contemplaba en el éxodo de Egipto y en el paso prodigioso a través del Mar Rojo.
Se esperaba el nuevo Moisés, de que habla el Deuteronomio (18,15). El vástago de David, que realizase directamente, políticamente, la liberación, como Cristo (Ungido) de Yahvé. Esta es, por ejemplo, la perspectiva del Salmo 72, en que los augurios cantados en ocasión, tal vez, de una coronación regia, se desbordan hacia el horizonte de la esperanza mesiánica:
Oh Dios, da al rey tu juicio,
al hijo de rey tu justicia:
que con justicia gobierne a tu pueblo,
con equidad a tus humildes.
Traerán los montes paz al pueblo,
y justicia los collados.
El hará justicia a los humildes del pueblo,
salvará a los hijos de los pobres,
y aplastará al opresor. (…)
En este modo de concebir la esperanza mesiánica, había un elemento «mitológico», que es necesario reducir, para que el «mito» (expresión simbólica que puede ser legítima) no se convierta en caduca «mitología» (entendimiento realístico, y por ello falso, del «mito»).
Dios no interviene en la historia de la manera fenoménica que suponían ingenuamente los videntes de Israel. Para un cristiano, tiene un sentido perenne la palabra evangélica: «¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? Pues ni de uno solo de ellos se olvida Dios. Y hasta los pelos de vuestra cabeza están todos contados. Así que no tengáis miedo: valéis más que muchos pajarillos» (Lucas 12, 6-7; igual Mateo 10, 29-31). Y tiene también sentido siempre la plegaria de Jesús: «Padre nuestro el pan nuestro de cada día dánoslo hoy» (Mateo 6, 9 y 11).
Pero esta «providencia» debe ser entendida como misterio, no como una especie de factor, que pueda entrar en el cálculo de las posibilidades históricas en un plano fenoménico.
Si la omnipotencia de Dios se interpreta en términos de inserción inmediata en el plano empírico (se cae un pelo porque Dios lo ha querido determinadamente con una voluntad causal en el plano empírico), se hace imposible atribuir a Dios Padre la bondad que Jesús nos reveló de Él. Hay demasiado mal en el cosmos. (…)
Para el creyente, Dios es un foco de esperanza y, en el sentido del misterio (…), a Él se dirige nuestra plegaria. (…) Pero esto es del todo diverso de una concepción de providencia (…) que pone a Dios como un jugador de ajedrez que mueve las fichas en el tablero del cosmos.
Es mucho más conforme con una «fe» auténtica decir que no sabemos nada del «cómo» de la inserción de la omnipotencia en la realidad empírica.
Donde el creyente puede ver una posibilidad de vinculación directa de la omnipotencia del Padre en el acontecer existencial de la vida histórica es en el misterio del corazón del hombre. Allí sí hay posibilidad de «golpes de mano» de Dios. Hay una abertura a las posibilidades de la gracia (cháris), del «don», del soplo del Espíritu.
Pero esto pertenece a un plano de «misterio de fe», que está más allá del plano de posibilidades de análisis de la psicología profunda. El hombre, más que el cosmos, existe en un horizonte abierto a lo insondable. En esa abertura se sitúan la plegaria y la esperanza del creyente. (…)
Un hombre conceptualmente y culturalmente ateo, puede ser creyente en esa profundidad existencial. Todo depende de su actitud frente al prójimo.
Hacia ahí me parece que apunta la extraordinaria parábola del buen samaritano. Para los judíos del tiempo de Jesús, samaritano era sinónimo de impío, de «renegado», de demoníaco. Y, sin embargo, el modelo que pone Jesús de cumplimiento de la Ley en el auténtico amor al prójimo, es un samaritano que, sin abjurar del «samaritanismo» para convertirse a la ortodoxia judía, es capaz de amar en serio a su enemigo. El sacerdote y el levita son descalificados en la parábola (Lucas 10, 25-37).
Como en tiempo de Jesús podía un samaritano ser modelo de recepción del Reino de Dios, así hoy puede serlo un ateo. Y un sacerdote, correctamente ortodoxo, puede quedar fuera. (…)
Para esto no es necesario que el hombre conozca (…) a Dios y a su Cristo. Lo importante aquí no es que nosotros conozcamos a Dios, sino que Dios nos «conozca» a nosotros, como dice San Pablo (Romanos 8, 29). (…)
Después de estas explicaciones de la teología (…), ¿cómo reafirmo yo la fe en Cristo Señor (Kyrios), salvador del mundo? Aquí es donde puede insertarse una teología de la liberación (…).
El Reino de Dios es:
que fluya el derecho como agua,
la justicia como un torrente inagotable (Amós 5, 24)
Justicia y derecho, amor y compasión (Oseas 2, 21)
hacer justicia cada mañana
y salvar al oprimido de la mano del opresor (Jeremías 21, 11)
abrir las prisiones injustas,
hacer saltar los cerrojos de los cepos,
dejar libres a los oprimidos,
romper todos los cepos,
partir tu pan con el hambriento,
hospedar a los pobres sin techo,
vestir al que ves desnudo,
y no cerrarte a tu propia carne; (Isaías 58, 6-7)
hacer justicia al huérfano, al vejado,
para que cese la tiranía del hombre salido de la tierra (Salmo 10, 18)
librar al débil del más fuerte,
al pobre de su expoliador (Salmo 35, 10)
dar a los desvalidos el cobijo de una casa,
abrir a los cautivos la puerta de la dicha (Salmo 68, 7)
derribar del trono a los poderosos
y enaltecer a los humildes,
colmar de bienes a los hambrientos
y mandar a los ricos vacíos (Lucas 1, 52-53)
vender lo que tienes y dárselo a los pobres (Marcos 10, 21; Lucas 12, 33)
amar al único Señor, tu Dios, con todo tu corazón
y amar al prójimo como a ti mismo
(cosa que) vale más que todos los holocaustos y sacrificios,
ni existe otro mandamiento mayor que éstos (Marcos 12, 28-34)
no acumular riquezas (privadas) para sí (Santiago 5, 3; Lucas 12, 21)
hacerles a los hombres
lo que queremos que ellos nos hagan (Mateo 7, 12)
aprender qué significa aquello:
«quiero misericordia y no sacrificio» (Oseas 6,6; Mateo 9, 13)
no descuidar lo más importante de la ley:
la justicia, la misericordia y la fe (Mateo 23, 23)
no ser egoísta; no alegrarse de la injusticia (1 Corintios 13, 5-6)
ser libres; servir por amor los unos a los otros (Gálatas 5, 1 y 13)
amar al prójimo cumpliendo la ley en plenitud
con el amor (ágape) que no hace mal al prójimo (Romanos 13, 8-10)
Visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación
y conservarse incontaminado del mundo, (cosa) ésta (que) es la religión pura e intachable ante Dios Padre (Santiago 1, 27)
obrar como hombres libres,
no como quienes hacen de la libertad
un pretexto para la maldad (1 Pedro 2, 16)
vivir para la justicia (1 Pedro 2, 24)
no devolver mal por mal ni insulto por insulto;
no tener miedo a sufrir por causa de la justicia;
preferir padecer por obrar el bien que por obrar el mal (1 Pedro 3, 9, 14 y 17)
pasar de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos (1 Juan 3, 14)
no amar de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad (1 Juan 3, 18)
amar al hermano a quien uno ve
para poder amar a Dios a quien no ve (1 Juan 4, 20)
no olvidarse del bien obrar
y de la comunidad de bienes (koinonía);
tales son los sacrificios que agradan a Dios (Hebreos 13, 16)
Esta visión del Reino de Dios, que aparece sin solución de continuidad en todo el Antiguo Testamento y en todo el Nuevo Testamento, da un soporte incondicional a la teología de la liberación.
Pretender que la liberación evangélica es «interior» y «espiritual» y no social y política, es una trampa para mantener una forma de religión socialmente conservadora, traicionando la Biblia. El Reino de Dios se refiere al hombre en su inseparable bidimensión, personal y social. Ni hay liberación del corazón del pecado, sin planteamiento del problema político de la liberación. Porque el gran pecado del que hay que liberar al corazón es el pecado del egoísmo, de la colaboración con la injusticia, del apego a la riqueza privada, de la falta de amor generoso, realizador de justicia, que empuja a trabajar (a luchar, a comprometerse) por la liberación.
La esperanza cristiana, contenido inseparable de la fe en Cristo resucitado, ¿qué espera respecto a la liberación?
La esperanza cristiana espera que la «liberación» del corazón del hombre (de muchos hombres, quizá de todos…) se irá realizando en dialéctica vinculación con la liberación socioeconómico-política, que será obra de los mismos hombres (no de intervenciones apocalípticas), nunca cerrados a influjos de «gracia» en la profundidad de su ser, pero sin necesaria vinculación de esta acción de «gracia» con estructuras de Iglesia ni con actitudes fenoménicamente religiosas de la persona gratificada, en el fondo de su ser, por el don (…), del Espíritu del Señor Jesús.
La esperanza cristiana es profética y nada nos dice del «cómo» se podrá ir realizando en la historia. Desde luego, la historia nos ha enseñado que los sistemas de «cristiandad» no son el modo de realización creciente, a través de la historia, de la liberación mesiánica. Son incompatibles con una autenticidad ético-profética de la realización del cristianismo visible. Por ello, actúan más bien en contra del avance del Reino de Dios. (…). Han sido un «obstáculo». Y es un pecado contra el Reino tratar de mantenerlas o restaurarlas en formas más embozadas. (…)
Donde se avanza hacia justicia, liberación de la opresión, cobertura de las necesidades, tomar en mano el problema de los desvalidos, destrucción de privilegios opresivos y de discriminaciones de clase, aborrecimiento de la injusticia y de sus estructuras, amor al prójimo y verdadera libertad, allí está en marcha el Reino de Dios y hay un acercamiento escatológico a la parusía. Donde esas cosas vienen negadas, desconocidas, obstaculizadas, allí no avanza el Reino de Dios. (…)
Por otra parte, para quien mantiene esta fe en el Señor resucitado, como yo la mantengo, es un dato irrenunciable de la esperanza escatológica que los verdaderos «hijos del Reino» (…), aunque en su existencia histórica hayan sido ateos (…), se encontrarán un día con el Cristo verdadero, que les dice: «¡Venid!» Este es el sentido de la parábola del juicio final en Mateo.
III-LA ESPERANZA ESCATOLÓGICA Y LA ESPERANZA HISTÓRICA (Pgs 66-71)
Para comprender lo que es y lo que no es (lo que nos da y lo que no nos da a los creyentes) la esperanza escatológica, puede ayudar la distinción entre esperanza escatológica y esperanza histórica. Son dos formas de esperanza que el cristiano de actitud ético-profética debe llevar adelante a la vez, sin confundirlas.
En un prólogo, escrito en el verano de 1971, para la edición española de un libro de Julio Girardi («Amor cristiano y lucha de clases»)[4], traté de iluminar esta distinción:
Erich Fromm ha tratado con profundidad el tema de la esperanza histórica[5]. La auténtica esperanza histórica se contrapone a tipos de falsa esperanza, que pueden ser formas mixtificadas de desesperanza o de desesperación.
Una forma de falsa esperanza es la espera pasiva de una solución, que vendrá por sí sola. Esta esperanza pasiva lleva consigo una idolatría del futuro. Como si el futuro, por el mero hecho de ser futuro, fuera a resolver lo que en el presente no se resuelve ni se pone en vías de solución. Esta forma de falsa esperanza viene a ser una cobertura de la desesperanza. Ponerlo todo a cargo del futuro, cuando no se espera nada del presente, es crearse un puro «mito», sin contenido real, sin fuerza creadora.
Otra forma de falsa esperanza es el aventurerismo irreal (arbitrario) de una acción irracional. Esta falsa esperanza puede ser cobertura de desesperación. No se tiene realmente esperanza, pero tampoco se acepta la desesperanza. Ni se puede aceptar el «mito» estéril del futurismo idolátrico. Entonces la gente se lanza a la acción sin esperanza. Esta acción tiende a ser violenta, porque la desesperación lleva a eso.
La forma más conmovedora de este tipo de acción sin esperanza, es el suicidio por no poder resistir la injusticia del mundo y por sentir la impotencia propia para hacer que las cosas cambien. A veces, en estos tipos de suicidio, se da la esperanza de que ayuden a crear un estado de conciencia y de opinión que pueda resultar fecundo. Pero, otras veces, se da el suicidio como puro repudio frente a una situación que se juzga sin salida, y en la que uno siente que no puede permanecer.
Frente a esas formas de desesperanza o desesperación encubierta, coloca Fromm la esperanza auténtica, histórica.
Es una esperanza activa (frente a las formas de esperanza pasiva) y es una esperanza potencial (frente al aventurerismo irreal). Este tipo de esperanza tiene como presupuesto una cierta fe humana racional. Describiendo esta fe, que no hay que confundir con la fe religiosa cristiana, Fromm nos habla de «conocimiento de la posibilidad real» y de «certeza de la incertidumbre». Quiere decir esto: la realidad de tipo social e histórica no es reducible a un cientifismo cerrado, en que todo está ya previsto y en que sólo puede repetirse el pasado. La realidad social e histórica y, en su base, la realidad humana, es esencialmente abierta. Hay posibilidades de novedad hacia el futuro. Pero novedades «desde» el presente. Se trata, por eso, de posibilidades «reales».
Lo que llama Fromm «certeza de la incertidumbre» es la certeza de que es posible otra cosa. No es cierto que sea imposible un cambio cualitativo. Es cierto que no es cierto. No estamos inexorablemente condenados a dar vueltas en este mundo de egoísmos y opresiones, sin posibilidades de salida.
Sobre el «conocimiento de la posibilidad real» y sobre la «certeza de la incertidumbre» apoya Fromm su concepción de la «fe racional». Es una «fe», porque se empeña en construir para el futuro, en ir construyendo un mundo solidario sin opresión, siendo así que no podemos tener una certeza científica rigurosa de que la empresa tendrá éxito. Pero es «racional» porque se apoya constantemente en la búsqueda de posibilidades reales, cuidándose de evitar el aventurerismo irreal, pero sin eludir el riesgo histórico. De esta manera, la «fe racional» es un poder creador.
¿En qué relación se pueden poner la fe y la esperanza cristianas con esta esperanza histórica y con esta fe racional, de que nos habla Fromm?
La esperanza cristiana y la fe, mal entendidas, pueden conducir a una actitud de espera pasiva en el mundo y en la historia. Mejor dicho, el cristiano socialmente conservador carece de genuina esperanza histórica y vive en la aceptación pasiva del mundo presente, de manera semejante a la actitud de espera pasiva del futuro descrita por Erich Fromm. Pero, para este tipo de cristiano, el futuro que se espera pasivamente está fuera del horizonte histórico y desconectado de él. Es un «cielo» de espectáculo («ver» a Dios) y de «música» («cantar» a Dios), que el hombre conquista individualmente, y que nada tiene que ver con lo que ha sido el quehacer histórico de la humanidad.
¿Es aceptable este modo de vivir la esperanza cristiana?
Los actuales cristianos progresistas (no conservadores socialmente, y esto en fuerza de su inteligencia de la fe cristiana) piensan (pensamos) que una concepción de la esperanza cristiana totalmente desligada de la esperanza histórica es falsa, desde el punto de vista del genuino cristianismo. (…)
Los cristianos socialmente conservadores desligan su esperanza cristiana de la esperanza histórica de manera positiva y radical. No tienen esperanza histórica, y su modo de entender la esperanza cristiana confirma su desesperanza histórica. De aquí que, para ellos, el conservadorismo social y el modo como ellos entienden el cristianismo están ligados funcional y recíprocamente, al menos en concreto. El cristianismo así vivido y entendido, es «opio del pueblo». Nos parece que esta manera de concebir el cristianismo es falsa.
Pero ¿no encontrará esa concepción algún fundamento en la actitud de Jesús y de la primera generación cristiana, respecto a la realidad terrestre?
Porque es verdad que el escatologismo del cristianismo primitivo se plantea en la perspectiva de una expectación apocalíptica inminente. Sin decir de una manera dogmática y monolítica que el fin del mundo es inmediato, los textos neotestamentarios están situados en la perspectiva (en el supuesto) de un fin muy próximo.
Evidentemente, ésa es una de las razones por las que, en el Nuevo Testamento, en el mensaje evangélico, no está planteada directa e inmediatamente una exigencia de cambio estructural de la sociedad humana. (…)
La esperanza escatológica del cristianismo primitivo no se conjugaba con una actitud de espera pasiva dentro de la historia, sino con una actitud de esperanza activa, bien que no se plantease en un plano político de revolución de estructuras, sino en un plano de revolución personal efectiva, que resultaba incisiva en el plano mismo de la estructura social.
El caso de Zaqueo, narrado por Lucas (19, 1-9), es típico a este respecto. La conversión de Zaqueo es personal, y Jesús no le exige una opción de tipo político revolucionario, para declararlo «hijo de Abraham». Pero su conversión personal va, con una tremenda efectividad, a las raíces (y a las raíces económico-sociales) de su situación personal en la sociedad: «Daré, Señor, la mitad de los bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo».
Si el cristianismo posterior hubiese seguido planteando la conversión personal en estos términos, el cristianismo socialmente conservador no habría existido, y los cristianos, en fuerza de su fe cristiana, hubieran estado disponibles para el cambio cualitativo de las estructuras sociales, en cuanto los «signos de los tiempos» hubieran señalado la hora histórica de la posibilidad revolucionaria. (…)
La esperanza histórica ha de ser planteada y vivida como esfuerzo realizador de posibilidades presentes hacia el futuro. Es una actitud activa y potencial que, como tal, no se apoya en ninguna afirmación dogmática, sino en el conocimiento de la posibilidad real (existente «ahora» hacia el «futuro»), en la certeza de que no es cierto que haya que renunciar a la búsqueda.
De aquí que sea un error —como dice bien Girardi— «esperar de Dios la solución de problemas que él nos ha confiado a nosotros». (…)
La esperanza escatológica cristiana, en la perspectiva actual, (…), no se confunde con la esperanza histórica (…). Pero tiene una convergencia con la actitud de esperanza histórica. El cristiano, como cristiano, no sólo sabe «que el hombre es más grande que la tierra y la esperanza más fuerte que la muerte», y que «en definitiva el amor no fracasa jamás, ni es jamás malgastado». El cristiano, en fuerza de su esperanza cristiana, queda irrenunciablemente abierto a la esperanza histórica (…)
La renuncia a la esperanza histórica es incompatible con el mantenimiento de una esperanza escatológica genuinamente cristiana. Pero la esperanza escatológica no es, en sí misma, esperanza histórica, porque se plantea en el plano de una fe sobrenatural (…) mientras que el plano de la esperanza histórica es el de una fe racional (…) apoyada en el conocimiento (…) de las posibilidades «reales», que puedan ser descubiertas en la trama fenoménica de la historia.
Concluimos.
La esperanza cristiana nos dice que «tiene sentido» mantener la esperanza histórica; que la esperanza histórica es irrenunciable. Pero no nos dice el «cómo» (…) de la esperanza histórica. El creyente tiene que ir construyendo, lo mismo que el no creyente, y con los mismos instrumentos, la perspectiva concreta de la esperanza histórica.
Pablo nos dice que el triunfo sobre la muerte (resurrección) es coronamiento de la victoria sobre las demás potencias del mal. La muerte es la «última» potencia vencida. (…).
La esperanza escatológica deja a nuestro riesgo, a nuestra responsabilidad y a nuestra búsqueda, el proyecto y la realización de la esperanza histórica, que es y tiene que ser una potencialidad creativa del hombre en el tiempo, un alumbramiento trabajoso. (…)
La acción de Jesús, el Cristo resucitado, en el tiempo, no se ejerce por intervenciones apocalípticas. No hay caballos blancos de Santiago. La providencia de Dios sobre la historia es inconmensurable. La acción de Jesús se ejerce en el misterio del corazón del hombre. Allí sí hay una abertura a las posibilidades de la gracia (cháris), del don, del soplo del Espíritu. Pero en la historia tiene que actuar el hombre y sólo él.
Por eso, un cristiano genuino se hallará codo con codo con aquellos que viven el proceso histórico con esperanza creadora. En el misterio de su existencia personal, abierta a la fe y al amor de Jesús muerto y resucitado, la esperanza escatológica, que comparte con los primeros cristianos, le sostendrá la mente y el corazón, para mantener, en el riesgo y la incertidumbre del tiempo, la certeza de que se puede y se debe «humanamente» esperar. (…)
Nuestra vocación de cristianos, y la vocación de la Iglesia en la historia, es realizar la profesión del amor al prójimo, de la esperanza escatológica y de la fe en Cristo Señor, en actitud ético-profética, depurada de toda ambigüedad ontológico-cultualista. (…)
San Pablo recomendaba a la comunidad cristiana de Roma, cuya continuación histórica es la Iglesia Católica Romana contemporánea, una actitud de profunda humildad (…): (Rom. 11, 18-22).
La Iglesia se mantendrá viviente en la raíz del Reino, si mantiene la fe y si se mantiene en la bondad. Es decir, si vive la fe en actitud ético-profética. Si no, será cortada. Puede ser cortada. ¿Cómo? Dios lo sabe. «Poderoso es Dios» —dice allí San Pablo (v. 23). (…). Lo que es indudable para mí, creyente en Jesucristo, es que llevar adelante esta fe, con actitud ético-profética y con insobornable oposición a la actitud ontológico-cultualista, es estar en la corriente escatológica del Reino de Dios que avanza. Aquí procuro yo mantenerme, a pesar de tantos defectos e incoherencias. (…)
Así, la fe explícita, vivida en actitud ético-profética coherente, puede ser y debe ser, en todo caso, un «signo» escatológico. Por encima de todas las incertidumbres de la historia, en diálogo abierto con los hombres, con deseo de ser fiel a la exigencia ético-profética que viene del Evangelio, con la libertad que El nos ganó, yo proclamo mi fe en Jesús, que es el Ungido (el Cristo) de Dios, el Resucitado, el Señor del tiempo y de la historia.
BIBLIOGRAFÍA
JMª DÍEZ-ALEGRÍA: “Yo creo en la esperanza” Ed Desclée de Brouwer. Bilbao, 1972; “Yo todavía creo en la esperanza” Desclée de Brouwer, Bilbao, 1999
ERICH FROMM: “La revolución de la esperanza” Ed. FCE, 1970 (5ª reimp, 2003); Del tener al ser, Ed. Paidos 2007
CHARLES MOELLER: “Literatura del siglo XX y Cristianismo. Tomo III:“La esperanza humana” 1966; Tomo IV: “La esperanza en Dios nuestro Padre” 1964
PAUL O¨CALLAGHAN “La metafísica de la esperanza y el deseo de Gabriel Marcel” (http://dspace.unav.es/dspace/bitstream/10171/882/4/4.%20LA%20METAF%C3%8DSICA%20DE%20LA%20ESPERANZA%20Y%20DEL%20DESEO%20EN%20GABRIEL%20MARCEL,%20PAUL%20O%27CALLAGHAN.pdf
[1] Nace en Gijón en 1911
[2] Como consecuencia de los conflictos que se derivaron de la publicación de este libro dejó la Cátedra de la Universidad Gregoriana y posteriormente la Compañía de Jesús,
[3] La metafísica de la esperanza y del deseo en Gabriel Marcel Paul O’callaghan.
[4] Editado en Salamanca, 1971
[5] E. Fromm “La revolución de la esperanza”. Fondo de Cultura Económica. México 1970. “yo había utilizado la traducción italiana del americano”. Milán. Etas Compás.