Texto I.
JUSTICIA Y CRISTIANISMO*
… Para ver claro en esta cuestión, de capital importancia para la vida cristiana, quiero referirme a la primitiva catequesis del libro de los Hechos de los Apóstoles. Especial interés tiene el discurso de Pedro al grupo, que había sido atraído por el prodigio de Pentecostés (Hechos, 2, 14-36), Y el discurso del mismo al pueblo (3, 12-26) y a los jefes de los judíos (4, 8-12), con ocasión de la curación de un paralítico a la puerta del Templo.
En estos textos de Lucas, veo un dato que me parece importante para mi punto de partida. Los elementos esenciales de la catequesis apostólica son éstos: venida de Jesús a Nazaret de parte de Dios, muerte redentora en la cruz, glorificación, don del Espíritu Santo. En ambos textos, Lucas, significativamente, une esta recensión de los puntos esenciales de la catequesis apostólica con la descripción de aquella primera experiencia de vida cristiana de la comunidad primitiva (2, 42 y 44-45; 4,32 y 34-35): tenían «comunidad», (koinonía») de corazones y de bienes, y ninguno tenía necesidad, porque los bienes de todos estaban a disposición de todos. Cornelio y sus gentes escuchan de corazón el anuncio de Pedro y escuchándolo reciben el Espíritu Santo (Hechos10, 44).
El don del Espíritu Santo es inseparable de aquella koinonía de corazones y de bienes, que es el signo y el fruto del Espíritu, tal como se presenta en su primera epifanía el día de Pentecostés. De esto no hay duda, si se quiere permanecer fiel al mensaje de Lucas. San Lucas, san Pablo, san Juan se refieren siempre a una fe viviente, una fe que es aceptación del Cristo viviente, comunión viva con Cristo. Hay aquí una dialéctica inseparable de fe y amor, de amor a Cristo -amor al Padre- y amor a la “fraternidad”.
Esto aparece muy claramente, a mi entender, en la carta de san Pablo a los Efesios (4, 15), donde afirma Pablo precisamente que, para que nuestra fe no sea infantil, sino firme, profunda, debe consistir en «una verdad vivida (realizada en nuestra propia existencia) por mediación de la caridad». Según esta concepción de san Pablo, que me parece muy importante, la verdad de la fe, en este sentido profundo de «verdad vivida», es la caridad.
Una confirmación de esto la tenemos en la primera carta de San Juan (3, 23). Después de exponer que nuestra vida está en la comunión con Dios, en el amor de la fraternidad, en la redención de Cristo, en la fidelidad a los mandamientos de Dios, nos expone a qué se reducen esos mandamientos: «Ahora bien, he aquí su mandamiento: creer en el nombre de su Hijo Jesucristo y amarnos unos a otros conforme al mandamiento que nos .ha dado.»
Todo esto concuerda con las perspectivas de los textos de Lucas. La fe que nos incorpora a Cristo, muerto y glorificado, y nos salva, no es separable del don del Espíritu, y este don realiza la koinonía.
Es un elemento fundamental del kerigma cristiano (apostólico), que el cristianismo esencialmente es el amor fraterno vivido en fe (y él mismo fe vivida) en el Hijo de Dios. Es muy interesante, a este respecto, lo que nos dice la carta de san Pablo a Tito (3, 4): el envío de Jesús y la mediación redentora de éste han sido una revelación del «amor a los hombres» (filantropía) de Dios. Cristo nos revela a Dios como amor, y como amor a los hombres.
San Juan nos dice, (1 Jn. 8 y 16): «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor… y nosotros hemos reconocido el amor que Dios tiene por nosotros, y hemos creído en él. Dios es Amor: quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios permanece en él.»
En esta perspectiva, se comprende profundamente la afirmación, aparentemente sorprendente, de la misma carta primera de san Juan (4, 20): «Si alguno dice, Yo amo a Dios, y detesta a su hermano, es un mentiroso: quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve»
Aquí tenemos algo, que es muy profundo. El cristianismo, como vida vivida, es amor de la fraternidad y es «comunidad de corazones y de bienes» (koinonía). Evidentemente, esta afirmación del kerigma (anuncio) primitivo –la comunidad de bienes- no es positivamente una afirmación de tipo jurídico. No se propugna una ley cristiana que proscriba jurídicamente la propiedad privada. La exigencia de «comunidad» de corazones v de bienes es de tipo ético-religioso, pero efectivo. No hay cristianismo sin comunidad de corazones, y no hay comunidad de corazones sin efectiva comunidad de bienes. Un modelo jurídico de organización del derecho del Estado, el Nuevo Testamento no lo da. Una norma religiosa perentoria sí la da: «Comunicarás en todas las cosas con tu prójimo y no dirás que algo es propio tuyo; porque si en lo incorruptible sois copartícipes, ¿cuánto más en las cosas corruptibles?» Este texto se encuentra reproducido a la letra en dos monumentos antiquísimos (de la primera mitad del siglo II), la llamada carta de Bernabé (procedente probablemente de Alejandría,) y la Didajé (procedente probablemente de Siria). Estas palabras proceden, sin duda, de una fuente anterior, que puede ser considerada como la obra cristiana más antigua de la edad apostólica. De aquí la enorme importancia de este documento, que nos hace comprender el valor normativo de las descripciones de Lucas.
Tenemos otro texto muy importante, según me parece, de la carta de san Pablo a los romanos. Un texto que es, en cierto modo, la base de lo que voy a deciros, la base bíblica que nos plantea muy profundamente la cuestión de las relaciones de cristianismo y revolución.
Uno de los temas mayores de la carta de san Pablo a los romanos es precisamente el siguiente: fuera de la redención de Cristo, el hombre no ha sido capaz de realizar la justicia (y concretamente la justicia respecto del prójimo, aquello que nosotros llamaríamos justicia social). San Pablo hace primero la crítica de los gentiles, pero después hace la de los judíos. Ni unos ni otros han sido capaces de cumplir la justicia de la ley (que para los gentiles venía dada equivalentemente por la voz de la conciencia). La solución del círculo sin salida (Cf. Rom, 11,32) es Cristo redentor, con su cruz y su resurrección, que nosotros participamos por mediación de la fe (fe-entrega, fe-amor) recibiendo el don del Espíritu, que es libertad de amor, y nos hace caminar en el amor.
En este contexto, nos dice Pablo en el capítulo trece ‘de la carta que la caridad cumple toda la justicia respecto al prójimo y que, por tanto, la caridad es la realización plenaria de la ley (Rom. 13, 8-10). Aquí establece san Pablo, por decirlo así, una doble dialéctica. Una explícita: si creemos en Cristo (en el sentido plenario de la fe paulina), tenemos el Espíritu; si tenemos el Espíritu, caminamos en el amor; si caminamos en el amor, realizaremos la justicia (justicia para con los hombres, justicia social) en plenitud. Pero esta dialéctica, expresada explícitamente por Pablo, contiene esta otra dialéctica implícita: si no realizamos (al menos con suficiencia) la justicia, no vivimos en el amor; si no vivimos en el amor, no somos llevados por el Espíritu; si no somos llevados por el Espíritu, no vivimos la fe en Cristo. O no tenemos fe, o tenemos, según la enérgica expresión de la carta de Santiago, una fe que «está muerta».
Así vemos que el pueblo de Dios, (la comunidad de los cristianos), está comprometido en el problema de la justicia en el mundo. Y lo está en razón del núcleo más esencial y más auténtico del anuncio cristiano, del kerigma apostólico.
Ahora bien, para mí el problema es éste: que nuestro mundo es injusto (profundamente, sustancialmente injusto), y no sólo en razón de actos individuales de injusticia, sino en razón de injusticias de tipo estructural. Ahora bien, nosotros, cristianos, estamos múltiplemente complicados en estas estructuras funcionalmente injustas (resultantes de injusticia, consolidadoras de injusticia, condicionantes de injusticia). El problema es grave y es complejo. No todos podremos hacerlo todo. Pero todos tendríamos algo que hacer. Y me parece que casi todos tendríamos que hacer algo que no hacemos. No podemos dejar caer todas las culpas sobre los jefes, sean políticos, sean religiosos, porque sus responsabilidades sean mayores…. Todos tenemos algunas posibilidades y algunas responsabilidades.
Un cristiano, si tiene algo de cristiano (de cristianismo vivo), ha de tener la esperanza de que será posible caminar hacia la justicia, hacia una mayor justicia. No puede aceptar quedar instalado irremisiblemente en la injusticia social, incompatible con una vida en el amor. No digo que sea posible realizar en este mundo, socialmente, una justicia perfecta. Pero tampoco podemos admitir que la injusticia estructural, consolidada y violentamente (fuertemente) autodefendida del mundo en que vivimos sea un dato irreducible de la historia o una providencia normativa de Dios (¡esto último sería una blasfemia!).
Un cristiano que sienta en sí algo del impulso del Espíritu, que es irrefrenablemente liberación de egoísmos y de codicias y apertura al amor de la fraternidad, se sentirá insoportablemente prisionero de la trama de estructuras de nuestro mundo, en que es imposible realizar con suficiencia una justicia, a la que el amor, si es verdadero, tiende. Nuestra situación es trágica, porque el impulso de justicia que viene de nuestra fe (prisioneros como estamos en un mundo estructuralmente injusto) se ve condenado a quedarse en puro ideal platónico. De aquí que muchas personas que sienten un impulso de justicia, una vocación de fraternidad (sean o no creyentes en forma expresamente religiosa) se pregunten qué cosa se puede hacer para cambiar estructuralmente nuestro mundo. Esto es plantear el problema de la Revolución de estructuras y el Cristianismo.
Muchos temen a la «revolución». ¿A qué llamamos aquí revolución? Nos referimos, en este momento, a un cambio sociopolítico (también, evidentemente, en el plano económico y jurídico) de las estructuras de nuestra sociedad, que, por una parte, sea un cambio cualitativo (un «salto» cualitativo) y, por otra, sea, por decirlo así, explosivo (en este sentido, violento). Es decir, no una simple «evolución», sino una verdadera «revolución». No seguir adelante con estas estructuras, para ver si, sobre la base de estas estructuras, se puede mejorar algo, conseguir un progreso. Sino un verdadero cambio (una revolución copernicana).
Por el camino por donde vamos, no vamos hacia la justicia, hacia una fraternidad. Hay que romper. Es necesario un impulso drástico, un cambio cualitativo de estructuras, la rotura del viejo orden. En este sentido hablamos de «revolución».
* Extracto de la Ponencia presentada en el XXII Congreso universitario “Pro Civitate Christiana”, Asís, 30 de diciembre, 1967. Publicado en “Teología frente a sociedad histórica”, Laia, Barcelona, 1972, pags. 48-54.
Texto II. FINALIDAD DE LOS BIENES ECONÓMICOS*
… Ahora vamos a ver cuáles son las bases de la justicia, en uno de los puntos fundamentales del ordenamiento social,….. :
¿Cuál es la doctrina de la Iglesia católica sobre la finalidad, el «sentido» de los bienes materiales en la relación con el hombre? Se trata del problema básico de la propiedad. Que plantea una cuestión previa, algo que está en la base de todo recto planteamiento del problema de la propiedad. Es previo a la institucionalización jurídica de la propiedad y de sus formas. Se trata de lo que podríamos llamar la metafísica de la relación de dominio del hombre sobre las cosas materiales. ¿Qué carácter tiene esta relación de los bienes materiales al hombre y del hombre a los bienes materiales? Es evidentemente por parte del hombre una relación de dominio (de superioridad esencial, de derecho a un uso debido, que ordena los bienes al hombre como a su fin). Por parte de los bienes, es una relación de subordinación.
Pero esta relación fundamental de los bienes al hombre este dominio radical del hombre sobre los bienes, ¿cómo se configura?, ¿qué carácter tiene? La relación fundamental de dominio se configura constitutivamente como una relación comunitaria, solidaria y laboral. Esta es la base inconmovible de toda recta doctrina ética o jurídica sobre la propiedad y el uso debido de los bienes.
Carácter Comunitario y Solidario de la «Relación Fundamental de Dominio»: Doctrina de los Santos Padres
¿Qué quiere decir esta afirmación de que la relación fundamental de dominio del hombre sobre los bienes tiene un carácter constitutivamente comunitario y solidario? Quiere decir algo muy concreto: los bienes son para todos los hombres. Los hombres, por su parte, están ligados entre sí por vínculos fundamentales de solidaridad, que afectan a la relación fundamental de dominio. Los bienes están destinados a todos los hombres, pero no en cuanto solitarios, sino en cuanto solidarios. El destinatario de los bienes son los hombres, constitutivamente solidarios de una humanidad histórica y concreta, de la entera “familia humana”. El carácter constitutivamente comunitario y solidario de la relación fundamental de dominio es una doctrina unánime de los santos Padres de la Iglesia desde el siglo 1 hasta el siglo VII, es decir, a lo largo de toda la edad patrística y en todo el ámbito geográfico de las comunidades cristianas de estos primeros siglos. He aquí una serie de testimonios incontestablemente precisos.
LA CARTA DE BERNABÉ. La llamada carta de Bernabé, escrita probablemente en Alejandría en la primera mitad del siglo II, contiene esta prescripción: «Comunicarás en todas las cosas con tu prójimo y no dirás que algo es propio tuyo; porque si en lo incorruptible sois copartícipes, ¿cuánto más en las cosas corruptibles? JJ (19,8).
Este pasaje es reproducido literalmente por la Didajé, un celebre texto, procedente probablemente de Siria y escrito, al parecer, hacia el año 150 (Didajé 4, 8).
SAN BASILIO EL MAGNO. Siglo y medio más tarde, predican en Capadocia (actual territorio turco) dos grandes hermanos, obispos respectivamente de Cesarea y de Nisa, san Basilio y san Gregorio. De san Basilio citaré dos textos. En una homilía sobre el evangelio de san Lucas (12, 18), se expresa así: « ¿A quién hago injusticia reteniendo y conservando lo que es mío? -dice (el rico). Dime, ¿qué cosas son tuyas?…., ¿de dónde te vienen los bienes presentes? Si cada uno se contentase con tomar lo que necesita, ninguno sería rico, ninguno pobre. ¿Por qué, mientras tú eres rico, aquél es pobre? ¿No es precisamente para que tú puedas recibir el premio de tu benignidad y tu fiel administración, y él sea galardonado con los grandes premios correspondientes a la paciencia? Pero tú, acumulándolo todo en los antros de una avaricia inextinguible, y privando a tantos de estos bienes, ¿te crees que a nadie le haces injusticia? ¿Quién es avaro? El que no se contenta con lo suficiente. ¿Quién es ladrón? El que quita lo ajeno. ¿O acaso no eres tú avaro? ¿No eres ladrón? Tú, quiero decir, que te apropias las cosas que recibiste para distribuirlas. ¿Es que se va a llamar ladrón al que desnuda al que está vestido, y va a haber que dar otro nombre al que no viste al desnudo, pudiendo hacerlo? El pan que tú retienes es del hambriento: el abrigo que tú tienes guardado en el armario es del desnudo: el calzado que está pudriéndose en tu poder es del descalzo: la plata que tienes enterrada, del necesitado. En conclusión, cuantos son los hombres a quienes podrías dar, tantas son las injusticias que cometes» (Homilía citada, n. 7; PG 31, 276-277).
Evidentemente, el planteamiento del problema que hacen los santos Padres, resulta hoy simplista. Pero su sinceridad .y su lógica resulta especialmente saludable. No es rechazada la institución de la propiedad privada, pero se pone de relieve con enorme energía su función social, como un deber humano de justicia. La propiedad privada está subordinada en justicia a una más radical finalidad de los bienes, que es de signo comunitario y solidario.
SAN GREGORIO DE NISA. En la misma línea se mueve san Gregorio de Nisa, en un sermón sobre el amor a los pobres: «Abrazad a aquel que jamás abandonará a quien lo posea; poned un límite a vuestro nivel de vida. No penséis que todas las cosas son vuestras. Haya también una parte para los pobres y los 25 amigos de Dios. Porque en realidad las cosas todas son de aquél, aquél a quien tenemos por Padre. Y nosotros somos hermanos. Por eso, como corresponde a parientes de la familia y a hermanos, mejor y más justo era, sin duda, dividir la herencia en partes iguales. Pero ya que no se ha hecho esto, sino que uno u otro se quedó con más, que los demás reciban por lo menos una parte: porque uno quiere ser el dueño de todo absolutamente y llevarse toda la herencia, ese no es hermano, sino un acerbo tirano, un bárbaro inhumano, más todavía una fiera insaciable, que devora solitaria a dentellada limpia el apetecible banquete, o más bien uno más feroz y más montaraz que las mismas fieras; porque hasta el lobo se junta con compañero para devorar la presa, y a veces muchos perros están juntos despedazando un mismo cuerpo. Éste, en cambio, no hace partícipe de sus riquezas a un solo hombre de la misma estirpe. Séate suficiente un tenor de vida moderado» (De pauperibus amandis, oratio 1; PG 46, 466).
Es admirable el relieve con que aquí se afirma el carácter solidario de la relación fundamental de dominio. Y me parece interesantísima la sugerencia de que las diferencias máximas de nivel de vida entre los diferentes miembros o grupos de la escala social deberían oscilar entre el triple y el quíntuplo del nivel mínimo. Esto significa que la estructura social ele la sociedad en que vivimos está en desacuerdo sustancial con la doctrina social de la Iglesia.
SAN AMBROSIO de Milán. Contemporáneo de san Basilio y de san Gregorio de Nisa es el romano (nacido en Tréveris) san Ambrosio. San Ambrosio fue una vocación tardía. Bien formado en la jurisprudencia y en la retórica, era hacia el año 370 gobernador de la Liguria y de la Emilia, con sede en Milán. De manera providencial e imprevista llegó a ser obispo de Milán ya a fines del 374. Estudió la teología en los escritos de los Padres Griegos, pero en su doctrina moral es visible la impronta del espíritu romano. Su tono es más moderado que el de los griegos. No es un monje, sino un hombre de mundo, con una experiencia política y jurídica y un sentido realista de las complejidades de la vida concreta. Nadie más alejado que Ambrosio de Milán de una actitud demagógica. Por eso sus textos presentan un valor singular. Lapidariamente, proclama en su tratado sobre Nabot: «Para todos ha sido creado el mundo, que unos pocos ricos os esforzáis en defender para vosotros» (De Nabuthe 3, 11: PL 14, 734).
Y más adelante hace esta afirmación capital: «No le regalas al pobre una parte de lo tuyo, sino que le devuelves algo de lo que es suyo; porque lo que es común y dado para el uso de todos, te lo apropias tú sólo. La tierra es de todos, no de los ricos, pero son menos los que se abstienen de disfrutar de su propiedad que los que la disfrutan. Devuelves, por tanto, una cosa debida, no concedes algo no debido» (1. c. 12,53; PL 14, 747). Es evidente que san Ambrosio habla aquí desde un punto de vista moral, no desde un punto de vista directa o inmediatamente jurídico.
Sería, por tanto, extrapolar el pensamiento de san Ambrosio atribuir a cualquier necesitado (fuera del caso de extrema necesidad) un derecho directo e inmediato a apoderarse de los bienes de otros. Pero esto no desvirtúa la afirmación de que una adecuada distribución de la renta es exigencia de justicia o dicho en otros términos, que el derecho privado de propiedad viene limitado intrínsecamente por exigencias de derecho natural, que, evidentemente, la autoridad civil puede y debe hacer efectivas en el ordenamiento jurídico positivo.
Para entender la doctrina de los santos Padres sobre el dominio y la propiedad de los bienes materiales por parte del hombre, es necesario tener presente que los santos Padres no podían plantear un problema de reforma de las estructuras sociales, porque, en la época en que vivían, eso era imposible histórica y culturalmente. Faltaban los instrumentos técnicos, por decirlo así. Hay cosas que requieren una cierta maduración histórica para ser concretamente proyectables. De aquí que, en una primera lectura superficial, pueda producir la doctrina patrística la impresión de responder a lo que modernamente llamamos una actitud paternalista. Nada más lejos de la realidad. Porque, aunque es verdad que los Padres no hablan más que de la limosa, como han visto ustedes, le atribuyen a la limosna una función de redistribución de la renta, que es para ellos, desde el punto de vista moral, una obligación de justicia.
Los santos Padres tuvieron una conciencia muy clara de que reina un grave desorden en el mundo de las relaciones económico-jurídicas de que reina ampliamente la injusticia, puesto que, hablando (como ellos) en términos religiosos, Dios ha creado los bienes para todos y: como decíamos, el veinte por ciento vive con el ochenta por ciento de las riquezas, mIentras el ochenta por ciento se muere con el veinte por ciento de los bienes.
Los santos Padres denunciaron el desorden y la injusticia reinantes en su mundo con una fuerza y una claridad, como nunca luego nos hemos atrevido a hacerlo. Con sus enérgicas fórmulas los Padres le dijeron a la sociedad de su época: ¡esto no puede ser! Pero, como no tenían más instrumentos para corregir la injusticia y el desorden que la limosna, hablan naturalmente de la limosna y sólo de la limosna, pero con una conciencia perfectamente moral y perfectamente religiosa y perfectamente jurídica (en el plano fundamental del derecho natural), añaden que esa limosna no es otra cosa que una devolución, el restablecimiento de que es absolutamente debido en justicia.
Entonces, ¿qué es lo que ha pasado? Lo que ha pasado es que, más tarde, evolucionaron las cosas y se perdió un poco de vista esta concepción de los santos Padres, para los que la limosna era una redistribución de la renta debida en justicia. Es evidente que hoy el problema hay que plantearlo sobre otros presupuestos técnicos, en el campo económico, jurídico y político. No hay que plantearlo en términos de limosna, sino en términos de reformas de estructura. Pero el pensamiento de la época libera], ajeno a la vez a la concepción moderna de una ética, un derecho y una política sociales, se quedó con esta posición, radicalmente insuficiente y equívoca: la doctrina social de la Iglesia consiste en la caridad y, por tanto, toda la corrección de los desequilibrios que hay en el mundo debe ponerse en que los ricos sean generosos, etc. Esta fórmula, literalmente responde a fórmulas patrísticas, pero con un espíritu diametralmente opuesto. ‘Porque el fondo de la doctrina de los Padres está en la afirmación de que la limosna es un deber de justicia, es una “devolución”. El paternalismo de la época liberal, en cambio, añadía: y si los ricos no cumplen su función (como no la han cumplido, en conjunto, en los casi dos mil años transcurridos desde el principio de la era patrística -quiero decir, de manera suficiente y eficaz-), entonces no queda más recurso que tener paciencia, porque pensar en reformas de estructuras es una contaminación de comunismo (!). Esto, como ven, es traicionar la doctrina social de la Iglesia y la doctrina de los santos Padres.
*De ”Actitudes cristianas ante los problemas sociales”, Edit. Estela, Barna, 1967, pg. 20-28
Texto III.- LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL DERECHO NATURAL
“… Resumiendo, pues, traducida en términos religiosos, la doctrina de la relación fundamental de dominio, podemos decir esto: Dios ha hecho los bienes materiales para el hombre. Pero los ha hecho para todos los hombres sin distinción ni privilegios; es decir, usando una forma consagrada en la Sagrada Escritura, ha hecho los bienes para el hombre sin acepción de personas.
….. Y Dios ha dado los bienes a los hombres todos, con una doble condición, con un doble deber por parte del hombre: con el deber de la solidaridad y con el deber del trabajo. Éste es el plan de Dios. Ésta es la ordenación fundamental, que está por debajo de todo, y a la que toda otra relación de propiedad, todo otro derecho, como leíamos ayer en Pío XII, debe quedar eficazmente subordinado. A la luz de esta doctrina básica, que, plantea a nuestro mundo un problema moral, jurídico y político de una magnitud y de una gravedad verdaderamente imponentes, es como debemos considerar, desde el punto de vista de la doctrina social de la Iglesia, el problema de la propiedad privada.
Ahora, sobre este trasfondo, podemos ya plantear el problema de la propiedad privada, un problema moral, jurídico, social, etc. Naturalmente, se trata de un problema que se plantea acerca de los bienes de capital, de los bienes productivos. Evidentemente, los bienes destinados al consumo o al uso inmediato, fundamentalmente, han de ser apropiables bajo la forma de propiedad privada, como lo son también en los países comunistas.
Circunscrito así el problema, el gran principio de derecho natural, fundamental para el problema de la propiedad privada, es el siguiente: Puesto que la relación fundamental de dominio, que está por encima de todo lo demás y a la base de todo lo demás en lo concerniente al dominio de los bienes, es comunitaria, solidaria y laboral, hay que afirmar, que la propiedad privada será contraria al derecho natural, si hace imposible el cumplimiento de la relación fundamental de dominio en su aspecto comunitario (que todos los hombres tengan un uso de los bienes digno del ser humano); si la propiedad privada resulta ser un medio apto para una buena realización de la relación fundamental de dominio, será conforme (es decir, no contraria) al derecho natural; por último, si la propiedad privada se presenta como un medio o un sistema, sin el cual no es posible conseguir una buena realización de la relación fundamental de dominio, una realización del dominio que deje a salvo igualmente los demás derechos fundamentales de la persona humana, es decir, derechos de libertad, dignidad, etc., entonces la propiedad privada será una exigencia positiva de la ley natural, y lo será en aquella medida en que resulte necesaria para dejar a salvo para todos la relación de dominio y los demás derechos fundamentales.
El principio director, así formulado, tiene una precisión y una evidencia casi matemáticas, supuesta la doctrina certísima de la relación fundamental de dominio. Éste’ es el verdadero principio inmutable, válido para todos los tiempos, al que hay que atender para una recta solución del problema moral y jurídico de la propiedad privada.
A la luz de este principio, tenemos que plantear la cuestión de la propiedad. Pero, antes de considerar en general si un recto sistema de propiedad privada de los bienes de producción es, o no, positivamente exigido por la ley natura1, creo yo que es ya desde ahora mucho más cierta una cosa, Y es ésta:
Que nuestro sistema concreto de propiedad privada es, considerado en conjunto, contrario al derecho natural, puesto que con él no se consigue en una medida suficiente la realización de la relación fundamental de dominio. De esto no puede dudar nadie honradamente, después de todo lo que llevamos dicho, que son puntos absolutamente ciertos y fundamentales de la doctrina social de la Iglesia y del orden moral racional. Se trata evidentemente de una cosa grave, de una cosa no demasiado agradable, pero que es evidente como dos y dos son cuatro.
Esta importante observación desenmascara ya desde ahora uno de los más graves paralogismos en que se suele incurrir, al tratar del problema de la propiedad privada. Porque se dice: la doctrina social de la Iglesia enseña que la propiedad privada es de derecho natural. Nosotros tenemos un sistema de propiedad privada. Luego nuestro sistema jurídico de propiedad es de derecho natural, y hay que defenderlo a capa y espada, porque ésta es la voluntad de Dios (). Este es un silogismo con cuatro términos (es decir, un sofisma, un engaño), porque el término propiedad privada (sistema jurídico de propiedad privada) aquí es un término equívoco. Hay muchos sistemas posibles de propiedad privada Y desde luego si un recto sistema de propiedad privada (o mejor, un recto sistema de propiedad de los bienes de producción), es exigido por el derecho natural ese sistema es, en conjunto, esencialmente distinto de nuestros concretos sistemas de propiedad. Porque es demasiado tristemente evidente, que nuestro concreto sistema de propiedad no realizan la relación fundamental de dominio, y un sistema que no sirve para realizar -por lo menos, en una medida suficiente- la relación fundamental de dominio, no puede ser considerado como un recto sistema. Esto es del todo claro.
Si la doctrina social de la Iglesia es irreductible no sólo al socialismo marxista sino también a toda forma dogmática y totalitaria de socialismo económico, no es porque en la revisión de nuestro orden social no se atreva a ir tan lejos como puede ir un socialismo dogmático, sino porque va en una dirección esencialmente diversa (la dirección de un personalismo solidario y social, al servicio de la persona humana).
Esta idea tenemos que grabárnosla, perdonen que insista, porque comprendo que a algunos pueda inquietarles, pero no podemos traicionar a la verdad. Yo creo que, a la luz de lo que ya llevamos dicho, es bastante claro, que el mayor pecado que podemos tener, en la materia que estamos estudiando, es el pecado del conservatismo, porque nuestras estructuras son, como tales estructuras, en gran parte, sustancialmente injustas, y nosotros mismos, queramos o no, estamos presos en la red de nuestras estructuras injustas. El que quiera tomarse en serio el Evangelio, pronto se dará cuenta de ello. .
Un gran error de Marx, que nace de su concepción totalitaria y materialista-dialéctica, es que suprime el concepto de pecado personal y de responsabilidad personal, Para Marx no hay más pecado que el del sistema. No son injustos los capitalistas, para Marx. Los capitalistas son consecuentes con el sistema. Lo único injusto es el sistema mismo. Esto es un gran error. Existen siempre posibilidades y responsabilidades personales. Esto es incuestionable. Pero hay una especie de contrapunto del marxismo, en la cuestión presente, al que podríamos llamar «paternalismo dogmático», es decir paternalismo en el sentido fuerte del término. Ese paternalismo incide en un error en cierto modo complementario del erróneo punto de vista marxista. Para este paternalismo el sistema y las estructuras son inmaculados. No hay otra vía de reforma que la de las personas en particular. No hay formas de pecado social, irreductibles a una pura suma de pecados individuales. Es un error funesto el de semejante paternalismo, porque la libertad humana es, a la vez, realísima y múltiplemente limitada y la acción del hombre está completamente condicionada por estructuras sociales en que se despliega su biografía. No se puede plantear la reforma del hombre sin una sincera reforma de estructuras…. El que de veras empiece a sentir hambre y sed de justicia (bienaventurado él) empezará a sentirse prisionero de una s estructuras que le impiden la realización de la justicia. Por eso, es un pecado ser conservador en un sistema de estructuras que, en su conjunto, están viciadas de injusticias sustanciales”
*De ”Actitudes cristianas ante los problemas sociales”, Edit. Estela, Barna, 1967, pg. 70-74
Texto IV. La doctrina social cristiana y la sociedad sin clases*
… La gente piensa, todavía hoy, comúnmente, que los puntos esenciales de la doctrina social de la Iglesia son dos: primero, que la propiedad privada (concretamente, la propiedad privada de los medios de producción) es de «derecho natural; segundo, que los obreros cristianos deben renunciar a la «lucha de clases» y aceptar la «colaboración de las clases».
Esta concepción (no sólo simplista, sino propiamente falsa) entre especialistas, puede considerarse, en la actualidad, superada. Pero, prácticamente, sigue siendo lo que piensa la gente. Y las reacciones de gran parte de los católicos y de la misma jerarquía eclesiástica, en su conjunto, responden a esta mentalidad. Esto lleva a otros a confirmarse en la idea de que el catolicismo está ligado a las estructuras injustas de nuestro mundo capitalista, y las sostiene; de que el catolicismo responde de hecho a la concepción de la religión como «opio del pueblo ». Por esta razón, muchos abandonan la Iglesia y, en definitiva, pierden la fe en Cristo. Esto es grave. Y si, de hecho, ni la propiedad privada de los medios de producción es de derecho natural ni los obreros católicos tienen por qué renunciar a la lucha de clases, es gravísimo que la gente pierda la fe, porque la Iglesia les produce la sensación de estar empeñada en defender cosas que no son verdad.
¿De dónde viene esto? Del siglo XIX. La comunidad cristiana de esa época aceptó el concepto liberal burgués de la propiedad privada individualística, como base del orden social, económico y político.
La encíclica Rerum ‘novarum (15 de mayo de 1891) representa un gran progreso y la puesta en marcha de la moderna doctrina social de la Iglesia: Pero la afirmación de que la propiedad privada de los medios de producción (la encíclica se refiere a la tierra concretamente) ‘es de derecho natural, está llena de equívocos. León XIII funda su afirmación en la consideración de que el hombre es un ser inteligente (racional), capaz de previsión y de proyecto. Este argumento está tomado de santo Tomás de Aquino, (Suma Teológica II-II, q. 66, art. 1.) Pero allí santo Tomás no se refería a la propiedad privada, sino sólo a que el hombre, a diferencia de los animales, tiene derecho a ejercitar dominio sobre los bienes materiales. Un dominio que puede ejercitarse sea en forma de propiedad privada, sea en forma de dominio colectivo… Hay, pues, aquí, un grave equívoco, que denuncia cuán enraizada estaba en la mente de los católicos del siglo XIX la idea, de claro origen económico-liberal, de que la propiedad privada es de derecho natural. Este condicionamiento cultural les hacía ver en santo Tomás de Aquino lo que éste no decía, sino la mentalidad liberal-burguesa. ….
Tenemos, pues, que el punto de vista de la doctrina social católica moderna sobre la propiedad privada nace y perdura cargado de equívocos.
Se puede encontrar un sentido válido a la doctrina pontificia sobre la propiedad privada de los medios de producción, en el sentido de afirmar que la persona debe tener una participación personal en dominio de los bienes y que, por tanto, formas de propiedad estatal totalitarias, dictatoriales, burocráticas no son admisibles. Pero la grave imperfección de la doctrina era que, como alternativa, sólo pensaban en la propiedad privada, y, aunque teóricamente hablaban de otra propiedad privada (…con referencia a modelos de sociedad agrario-artesanal), en la realidad de los hechos, estaban apoyando la propiedad privada que existe, que es la propiedad burguesa liberal.
En el plano de la doctrina, el concilio’ Vaticano II, en la constitución Gaudium et Spes (en el n. 7) ha superado este equívoco, porque el concilio ha dejado de afirmar que la propiedad privada de los medios de producción sea de derecho natural. Pero todavía, si se tiene en cuenta toda la tradición anterior y la mentalidad todavía prevalente entre los católicos, la forma de expresarse el concilio resulta algo ambivalente, ya que no llega a decir expresamente que la propiedad privada de los medios de producción no es de derecho natural. Se limita a callarse, pero ese silencio es muy significativo. Porque el concilio ha pensado que no podía afirmar que la propiedad privada de los medios de producción es de derecho natural. Porque no lo es.
En mi opinión, es hora de decir muy claramente lo siguiente:
1. La propiedad privada de los medios de producción no es de derecho natural.
2. Es incompatible con el cristianismo cualquier sistema de propiedad que no sea verdaderamente social).
3. Una propiedad estatal de los medios de producción puede no ser «social», (Piénsese, por ejemplo, en formas burocrático-autoritarias dentro de sistemas políticos totalitarios, que no respeten suficientemente ni la participación ni la posibilidad de control del poder ni la garantía de los derechos humanos.)
4. Parece imposible (o muy difícil) que un sistema de propiedad de los medios de producción prevalentemente privado pueda ser, a la vez, verdaderamente «social».
Esto nos lleva al problema del socialismo.
El concepto de socialismo no tiene un significado unívoco. Por tanto, cuando se hable de «socialismo», es necesario ver de qué se trata. Se puede hablar de socialismo en el sentido de un orden económico-social fundado no en la propiedad privada de los medios de producción, sino en otras formas de dominio colectivo, que por una parte, aseguren la participación de los trabajadores en la gestión de los medios de producción, y, por otra parte, eviten el dominio autoritario e incontrolado de una burocracia de Estado sobre la economía, asegurando la participación de los ciudadanos en las opciones fundamentales de la planificación. Si se admite que parece prácticamente imposible que un sistema de propiedad de los medios de producción privado pueda ser auténticamente «social» hay que convenir en que la estructura de la sociedad debe ser fundamentalmente socialista, en e! sentido explicado de un socialismo «de rostro humano». ¿Cómo conseguir esto? Habrá que trabajar con competencia y con imaginación. Con fuerte voluntad. Creo que un cristiano sincero y no viciado por condicionamientos históricos (de los que quizá podrá no ser personalmente culpable) estará muy abierto para un golpe de timón hacia el socialismo.
Un problema más complejo sería éste: ¿se debe aceptar una abolición sistemática y total (absoluta) de todo tipo de propiedad privada de medios de producción? Un dogmatismo resultaría peligroso. Y creo que estaría en contradicción con la intención profunda del «socialismo científico». Los principios cristianos no incluyen por sí mismos directamente la exigencia de la completa abolición de la propiedad privada de los medios de producción. Pero una propuesta de este tipo puede ser el resultado de un análisis de la realidad histórica. Un cristiano o un grupo de cristianos pueden llegar a ese resultado sin menoscabo de su fidelidad al cristianismo. De hecho, la abolición completa de la propiedad privada de los medios de producción no se opone, en sí misma, ni a los principios cristianos ni al llamado derecho natural, a condición de respetar el principio de la primacía del hombre y evitar los excesos del poder dictatorial o burocrático. La Iglesia, pues, no podría condenar una tal opción político social en nombre de la tutela de los valores cristianos.
El problema de la abolición de la propiedad privada de los medios de producción (o del nivel en que ha de llevarse a cabo una abolición de dicha propiedad) es una cuestión de política social y de doctrina y técnica jurídica, en la cual los cristianos tienen una libertad -y un deber- de búsqueda, de opinión y de elección, que pueden ejercitar, sea a título personal, sea a título de grupo libremente constituido y operante, sea en el seno de grupos pluralistas. Naturalmente, dentro del debido respeto a la libertad de los demás y de los otros grupos, ya sean cristianos, ya sean no cristianos o pluralistas. Los católicos deberían tener presente lo que dice la Constitución Gaudium et spes, en el número 43: «Con frecuencia sucederá que la simple concepción cristiana de las cosas les inclinará en ciertos casos a determinadas soluciones; otros fieles, sin embargo, guiados por no menor sinceridad, como frecuentemente sucede con todo derecho, juzgarán sobre lo mismo de otro modo; pues bien, si se da el caso de que las soluciones propuestas de una y otra parte, aun sin expresa intención de ellos, muchos las presenten como derivadas del mensaje evangélico, recuerden que a nadie le es lícito en estos casos invocar la autoridad de la Iglesia exclusivamente en favor de la propia opinión. Procuren siempre con un sincero diálogo iluminarse mutuamente, manteniendo siempre unos con otros la caridad, y preocupándose ante todo de! bien común.»
Y ahora, para terminar, pasemos al problema de la lucha de clases. Algunos pretenderían eludir la cuestión radicalmente, afirmando que, en la moderna sociedad neocapitalista, el concepto de «clase» ha perdido todo sentido. Es verdad que un concepto rígidamente dicotómico de clase «burguesa» y «proletariado» no puede ser mantenido hoy. Pero de aquí a sostener que no hay «clases» y que no hay problemas de «discriminación» entre .las clases, hay un abismo.
……… No será fácil hoy enumerar las clases y trazar con toda precisión los límites de unas y otras. Las posibilidades de paso de unas clases a otras han podido aumentar algo. Pero el hecho de las «clases es algo evidente. Y es evidente que clases de ese tipo suponen una discriminación. (La discriminación racial, en los países plurirraciales, no es más que un caso particular, más inmediatamente visible.)
Es también evidente que el Concilio Vaticano II, en la Gaudium el spes, exige la eliminación de cualquier género de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, sea en campo social, sea en campo cultural por razón de raza, «condición social» (es decir, clase), etc. (núm. 29). Exige la superación de discriminaciones de clase de tipo cultural (núm. 60). Exige la superación de discriminaciones de clase en las condiciones de trabajo y remuneración (número 66). Exige la superación de discriminaciones de clase de tipo político (núm. 75). Considera que las excesivas diferencias económicas constituyen un elemento de «discriminación» (“son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana, y también a la paz social e internacional »: n. 29).
Todo esto pone de relieve el tremendo equívoco de presentar como ideal cristiano la «colaboración de las clases». La colaboración de las clases supone la aceptación de un sistema de clases fuertemente discriminatorias. No. El ideal cristiano es el de sociedad sin clases. Lo cual no significa una sociedad uniforme, sino una sociedad en que, en vez de «clases», hay sólo «grupos» sociales funcionales, cuyas diferencias no son discriminatorias (se mantienen sustancialmente en una línea horizontal y no se apoyan en el privilegio). Este es un ideal orientador, al que hay que tender.
Aceptar este ideal orientador supone una revolución de estructuras en nuestras sociedades capitalistas burguesas. En las sociedades socialistas pueden surgir nuevas contradicciones de «clase», que habrá que trabajar por superar. Pero, de hecho, respecto al problema de la eliminación de discriminaciones de clase, a mi juicio, las sociedades socialistas marcan un progreso efectivo. Basta para eso leer una novela tan independiente como Sección Cáncer (Rakovij Korpus) de Soljenitsyn.
Ahora bien, si se ha de procurar pasar de nuestra sociedad (liberal, burguesa, capitalista) de fuerte estructura discriminatoria de clases, a una sociedad que se aproxime al ideal de la sociedad sin clases, ¿podrá esto llevarse a término sin una lucha, no necesariamente armada, pero en todo caso enérgica, en el plano cultural, civil y social? Y si esta lucha es necesaria, ¿con qué factores sociales de la realidad podemos contar para ella? ¿Con las clases privilegiadas y superiores o con las clases inferiores que sufren la discriminación?
Bienvenidos sean todos los elementos que quieran sumarse a una lucha por una sociedad sin clases (sin discriminaciones de clase). Pero, evidentemente, en conjunto, una tal lucha, cuando se plantea en serio, se plantea como lucha de las clases explotadas y dominadas (con todos los que se suman a la lucha de ellas) contra las clases privilegiadas, que, en conjunto, defienden sus privilegios. (Con cuánta fuerza y violencia lo tenemos ante nuestros ojos.)
El gran principio cristiano no es ni la lucha de clases ni la colaboración interclasista. El principio cristiano es el amor al prójimo, incluso al enemigo, y el empeño por la justicia, porque el amor no hace injusticia (ef. Romanos, 13, 10).
Pero en una sociedad de clases discriminatorias, la lucha de clases por parte de las clases oprimidas por superar las discriminaciones e ir a una sociedad sin clases no es contraria al cristianismo. Ciertamente, para el que se guía por el gran principio del amor al prójimo, este principio orientador influye en su misma actitud de lucha. Pero no excluye la actitud de lucha. Todo lo contrario. Porque el principio del amor lleva al empeño por la justicia y al odio hacia los factores estructurales de la injusticia.
Lo que es contrario al cristianismo es la resistencia, por parte de las clases «privilegiadas», al establecimiento de una sociedad sin discriminaciones (de una sociedad sin «clases»)
En la carta de Santiago (1, 9-10) parece indicarse que el cristiano rico si es de veras cristiano, desea ser despojado de su situación de privilegio social, que, desde el punto de vista del Evangelio, resulta algo negativo. Dice así el texto de Santiago: «El hermano de condición humilde gloríese en su exaltación; y el rico, en su humillación, porque pasará como flor de hierba: sale el sol con fuerza y seca la hierba y su flor cae y se pierde su hermosa apariencia; así también el rico se marchitará en sus caminos”
En este texto, parece evidente que la «exaltación» del hermano de condición humilde se refiere a un valor positivo, que tiene e! hecho de ser hombre «de condición humilde» (no «rico», no socialmente «privilegiado«) desde el punto de vista del Evangelio. La «condición humilde», evangélicamente, es una «exaltación». Porque los pobres son objeto de una elección de Dios, como afirma el mismo Santiago en esta carta: «Escuchad, hermanos míos queridos: ¿acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo para hacerles ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que le aman?»
Ahora bien, ¿cuál es la «humillación», de la que el rico ha de «gloriarse», según afirma Santiago? Evidentemente, no ha de gloriarse en que, por el hecho de ser rico, está en situación desfavorable, respecto al Evangelio. Sino por la consideración (y la aceptación gozosa) de la caducidad de las riquezas (<porque pasará como flor de hierba>,). Por la esperanza de verse «liberado» de ‘las riquezas en razón de la caducidad de las mismas. Parecerá que esto es absurdo. Pero esto es, ni más ni menos, lo que dice el Nuevo Testamento en el texto citado de la carta de Santiago. Esto significa que en una sociedad, clasista, un cristiano auténtico perteneciente a clases superiores, deseará de veras una transformación social hacia una sociedad sin clases, en que su «superioridad» se marchite. Desgraciadamente, pocos cristianos ricos están dispuestos a «gloriarse en su humillación», en el sentido en que Santiago dice que deberían gloriarse.
Podemos concluir con este breve resumen:
Concebir la lucha de clases como motor de desarrollo histórico no se opone a la fe ni a los principios cristianos. El cristianismo nos impone el principio del amor incluso a los enemigos. Con ello no excluye, sino más bien supone, la posibilidad de situaciones conflictivas y de una lucha civil mantenida con espíritu y con medios de acción que no vengan a negar el gran ‘principio del amor al prójimo. Una concepción demasiado simplista y dogmática de la lucha de clases habría que criticarla no ya desde el punto de vista de la fe o de la moral cristiana, sino desde el punto de vista» del análisis histórico-sociológico, ya que la estructura de las «clases » en la moderna sociedad industrial, altamente desarrollada, es notablemente compleja.
Pero, sea cual fuere la complejidad del fenómeno, queda en pie el hecho fundamental de que, precisamente en las modernas sociedades industriales, existen todavía verdaderas y auténticas estructuras discriminatorias de «clase». Y la lucha civil para superar tales discriminaciones y para llegar, a una sociedad liberada de discriminaciones de clase tiene que apoyarse, para ser concretamente posible, sobre una toma de conciencia y una unidad de acción de aquellas clases y grupos que son las víctimas de esas injustas discriminaciones, consolidadas por estructuras económicas, culturales, jurídicas, políticas y, a veces, incluso religiosas.
Por lo demás, nunca se ha visto que grupos o sectores privilegiados hayan cedido espontáneamente sus privilegios, sino que, cuando lo han hecho, ha sido bajo la presión de la contestación social y de la lucha civil.
*”Problemas actuales de doctrina social cristiana” Conferencias en Oviedo, 1970, publicado en “Teología frente a sociedad histórica” . Laia, Barcelona, 1972, pg. 288-299