I.- LA JUSTICIA DEL REINO DE DIOS
I. 1.- La justicia en el Evangelio. Exigencias de Jesús
La cuestión de la JUSTICIA es uno de los ejes centrales del pensamiento y vida de José M. Diez Alegría. Otros serían los derechos humanos, la libertad de conciencia, el diálogo Cristianismo-Marxismo, la doctrina social de la Iglesia.., y, por supuesto, la esperanza como actitud vital y testimonio de fe.
En el asunto de la justicia, D-Alegría ha desarrollado agudos análisis tanto desde el plano de la Ética (fue profesor de Ética durante dos décadas) como desde la Teología católica a la que sometió a una profunda revisión.
Desde el punto de de la Ética social vista, la justicia es, dice, un valor moral que, basándose en el doble principio de la dignidad de la persona humana y de la solidaridad individual y colectiva, articula y da estabilidad a la sociedad. Lo justo y lo injusto, dice, son consecuencia de esos dos valores fundamentales: la dignidad y la solidaridad. Un enfoque, como puede apreciarse, netamente diferente al dominante en la cultura capitalista, que concibe la armonía social como resultado del juego de egoísmos particulares (la mejor manera de servir al bien común es la búsqueda competitiva del interés privado)
Bajo la perspectiva del creyente, (punto de vista teológico), el asunto de la justicia es algo muy claro: en el evangelio, la justicia aparece siempre vinculada a la novedad del Reino de Dios, anunciado por Jesús. El Reino de Dios entraña esencialmente la implantación de la justicia, que consiste ante todo, en la liberación de los pobres y oprimidos. (lo que implica el fin de los opresores y la decadencia de los ricos)
En ese sentido se habían pronunciado incesantemente los profetas: Amos (2,6-8); Isaís (1,23-24); Miqueas (3, 1-4). Y esta es la tradición que recogen los evangelios en dos pasajes lapidarios:
a) el canto del Magnificat : “Proclama mi alma la grandeza del Señor…, Su brazo interviene con fuerza, desbarata los planes de los arrogantes: derriba del trono a los poderosos y encumbra a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide de vacío.”
b) y el anuncio programático de la misión de Jesús, tal como lo presenta el Cap. 4 del evangelio de Lucas. Allí aparece la doble dimensión de proclamación (El Espíritu del Señor descansa sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, a proclamar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, (Lc. 4, 14-21; 31-44) y de praxis, a través de la cual Jesús libera a los oprimidos por el mal (endemoniado de Cafarnaúm.)
Y Lucas añade: “: -También a otros pueblos tengo que darles la buena noticia del reino de Dios; para eso me han enviado. (Lc. 4, 43)
En todos esos textos se ve con claridad meridiana que la justicia del Reino ha de entenderse como liberación de pobres y oprimidos.
D-Alegría añade que, en ellos se ve con claridad meridiana que la justicia religiosa tiene concreción histórica como justicia social y consiste en una “sociedad de iguales, sin potentados ni miserables, modesta, libre y pacífica”.
Y es que, Jesús toma partido frente a las riquezas, a las extorsiones y al dominio de los poderosos. Estos, los ricos, opresores y prepotentes no tiene otro camino, según Jesús, que renunciar a su sobreabundancia y su poder.
La justicia del RD es, entonces, la que esperan los pobres, las víctimas, los más débiles y sencillos.
El mayor obstáculo para la justicia del RD está en las riquezas. A ese respecto, destaca D-Alegría dos de los dichos atribuidos directamente a Jesús:
A) la respuesta al magistrado que confesaba haber cumplido siempre la ley: “Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes y repártelo a los pobres, que tendrás un tesoro del cielo; y, anda, sígueme a mí.
El texto de Lucas continua: “Al oír aquello se puso muy triste, porque era riquísimo. Viéndolo tan triste dijo Jesús: -¡Con qué dificultad entran en el reino de Dios los que tienen el dinero! Porque es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el reino de Dios. (Lc. 18, 18-25)
B) El segundo pasaje también muy conocido:
“Ningún criado puede estar al servicio de dos amos: porque o aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero. (Lc, 16, 13)
D-Alegría concluye: “Si el hombre está atado al dinero, en sus distintas formas, está alejado de Dios, de su reino, por muy religioso que se crea. Si está libre de la servidumbre de las riquezas, está cerca de Dios aunque se considere un incrédulo…”
I. 2.- Respuesta de las primeras comunidades cristianas:
Ante las exigencias de justicia planteadas por Jesús, la reacción de las primeras comunidades judeocristianas fue la de ‘poner en común los bienes dentro de la comunidad cristiana, como expresión de la comunidad de corazones’. Esto era la koinonía:
“Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones……Todos los que iban creyendo abrigaban el mismo propósito y lo tenían todo en común vendían sus posesiones y sus bienes y lo repartían entre todos según la necesidad de cada uno.” (Hch 2:42, 44-45)
La referencia a la koinonía se encuentra también en la Carta a los Hebreos (13, 16), y en dos documentos más de comunidades de Siria y de Alejandría de entre el año 90 y el 130 d.C., la Didaché y la Carta de Bernabé . Así la Didaché:
“Comunicarás en todas las cosas con tu prójimo y no dirás que algo es propiamente tuyo. Porque, si en lo incorruptible sois copartícipes, ¿cuánto más en las cosas corruptibles?
Las comunidades de origen griego, sin embargo, respondieron a los planteamientos sobre comunicación de bienes de otra manera. Cada familia conservaba su patrimonio y respondía ante las necesidades ajenas aportando su colaboración como limosna, bajo el principio de “ayuda mutua”. Así se muestra en Corinto, con la colecta recaudada a favor de los pobres de la comunidad de Jerusalén (2 Cor. 8, 1-15).
En ambos casos, el objetivo es el mismo: por la vía de tener todo en común o por la vía de la limosna o donativos, se cultiva la comunidad de bienes para mantener la igualdad. “…lo importante es la igualdad”. Aunque no siempre se logra, ‘por falta de solidaridad’ o por tratamiento clasista en la asamblea cristiana. Así lo recrimina la carta de Santiago (Sant 2, 1-9)
La preferencia de Jesús por los pobres frente a los ricos se escribe en letras de oro en la proclamación de las bienaventuranzas.
El evangelio de Mateo (5, 3-10) las engloba todas en este argumento central:
“Dichosos los que eligen ser pobres,….los perseguidos por motivos de justicia, porque sobre ésos reina Dios,…. de ellos es el Reino de los cielos”
D-Alegría comenta al respecto: “Según Mateo, son seguidores de Jesús quienes eligen ser pobres, afrontan persecuciones…etc. con la alegría de experimentar que en ello están realizando el reinado de Dios.
También Lucas (6, 20-26) subraya la buenaventura de quienes carecen del sustento material necesario para vivir: Dichosos vosotros los pobres, porque sobre vosotros reina Dios; dichosos los que ahora pasáis hambre, porque os van a saciar.
Y los contrapone dialécticamente con los ricos: “Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis repletos, porque vais a pasar hambre”
Así que, añade D-Alegría, “la existencia de fortunas privadas, la organización clasista de la sociedad….es algo que, según el evangelio, deriva de un orden de injusticia. La alternativa evangélica es la koinonía, la comunidad de bienes, una comunidad de fraternidad con Jesús”
Lo mismo cabe rastrear en la Cartas de Pablo y en las post-paulinas,
-Se reafirma el principio de igualdad cristiana: “Ya no hay griego ni judío; circunciso ni incircunciso, extranjero o bárbaro, esclavo ni libre:(Col. 3, 11)
– Se condena vehementemente la codicia (1ª Tim.)
-El amor cristiano ha de ser fraternal, concreto y social( 1 Jn 3, 16-18; 4, 20-21)
Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? El que diga «Yo amo a Dios» mientras odia a su hermano, es un embustero, porque quien no ama a su hermano a quien está viendo, a Dios, a quien no ve, no puede amarlo.
–La verdadera religión es la solidaridad y el amor efectivo al necesitado: “mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo. (Sant. 1,27)
-Condena del aburguesamiento. Fuerte diatriba contra los ricos en la Carta de Santiago:
“…Ahora los ricos: llorad a gritos por las desgracias que se os vienen encima. Vuestra riqueza se ha podrido, vuestros trajes se han apolillado, vuestro oro y vuestra plata se han oxidado,… Mirad, el jornal de los braceros que segaron vuestros campos, defraudado por vosotros, está clamando, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos….Condenasteis y asesinasteis al inocente: ¿no se os va a enfrentar Dios? (Sant. 5, 1-6)
Algo similar continuaron creyendo las comunidades del siglo II al IV. Ejemplos:
*“..la caridad y el cuidado de los necesitados es la piedra de toque para distinguir la ortodoxia de la heterodoxia”.( Ignacio de Antioquia)
* “van por el camino de muerte… quienes rechazan al necesitado, oprimen al atribulado, los abogados de los ricos, los jueces injustos de los pobres..” (Didaché)
* “…el rico no puede entregarse al lujo; debe practicar una generosa comunicación de bienes” (Clemente de Alejandría)
En conclusión, para D-D-Alegría, la justicia según el evangelio,
a) es condición tan esencial del Reinado de Dios anunciado por Jesús que se identifica con ese Reino.
b) lejos de de considerarse un concepto filosófico-jurídico (justicia legal) tiene carácter eminentemente ético y se concreta históricamente como justicia social. Su plasmación consiste en una “sociedad de iguales’.
c) la exigencia evangélica de justicia es tan honda que incluso para las primeras generaciones cristianas planteó problemas, resueltos de forma diferente. Se produjeron vacilaciones, e incluso contradicciones.
d) la comunidad de bienes como opción alternativa al apego a las riquezas no es una apología del pauperismo, sino una afirmación de la solidaridad y la necesaria promoción económica de todos. Es una opción que excluye la miseria y, por supuesto, la acumulación, el lujo o el despilfarro.
II.- JUSTICIA, PROPIEDAD PRIVADA Y COMUNICACIÓN DE BIENES
II. 1.- La cuestión de la propiedad privada y la codicia.
Para D-Alegría la principal causa de la injusticia es el arraigo del principio de propiedad como un derecho ilimitado. Como es conocido, este derecho es inherente a la lógica capitalista que lo ha convertido en epicentro del modelo económico, recibiendo incluso el apoyo de ciertas corrientes del Cristianismo (Calvinismo) que lo llegaron a considerar como garantía de salvación eterna.
El grado de validez moral de ese arraigo exacerbado de la propiedad se desvela revisando críticamente el principio cristiano de “dominio sobre los bienes”, a la luz de la teología católica. Dios confiere al hombre ese dominio, según el relato de la Creación: “Dominad y someted la tierra (Gen. 1, 28) ó “Yavé tomó al hombre y lo estableció en el jardín del Edén para cultivarlo y guardarlo (Gen. 2,15).
Pero, D-Alegría añade, que es preciso tener muy en cuenta cómo es, según el plan de Dios, esa “relación fundamental de dominio,:
“Traducida a términos religiosos, la doctrina de la relación fundamental de dominio establece que Dios ha hecho los bienes materiales para el hombre. Pero los ha creado para todos los hombres sin distinción ni privilegios, es decir, ‘sin acepción de personas’. Jesús dio a esta verdad la forma religiosa definitiva en la oración del Padrenuestro: “danos cada día nuestro pan”. Es decir, Dios ha dado los bienes a todos los hombres, bajo una doble condición: con el deber de solidaridad y con el deber del trabajo. Este es el plan de Dios.
De modo que, cualquier ordenamiento jurídico de la propiedad debe quedar subordinado a esos principios fundamentales: lo que se posea debe ser fruto del trabajo, y toda ordenación de la propiedad debe garantizar el acceso a los bienes necesarios para una vida humana a todas las personas”
Y concluye: “Esta es la base inconmovible de toda recta doctrina ética o jurídica sobre la propiedad y el uso debido de los bienes”.
Nunca afirma que la propiedad sea antinatural, por principio, pero señala tres rasgos imprescindibles desde el plano religioso: la “relación fundamental de dominio” es comunitaria, solidaria y laboral. Y, aplicándolos a la propiedad privada de los bienes de capital o de los bienes de producción, concluye:
“La propiedad privada será contraria al derecho natural si hace imposible el cumplimiento de la relación fundamental de dominio en su aspecto comunitario (que todos los hombres tengan un uso de los bienes digno del ser humano); si la propiedad privada resulta un medio apto para esa relación de dominio, será conforme al derecho natural; y,…si resulta imprescindible para garantizar los derechos fundamentales de la persona, entonces, será una exigencia positiva de la ley natural”
A partir de esos principios llega obligadamente a una conclusión. Que la propiedad, aún sin ser siempre algo negativo, es un principio que no coincide con el ideal cristiano, ni siquiera es un valor ético para el cristiano. Y esto lo plantea a dos niveles:
a) el personal…., en el que crítica duramente el afán de propiedad, la codicia, el amor al dinero. Ilustrativo es, al respecto, el fragmento de la 1ª Carta a Timoteo
“… la piedad es ciertamente un buen negocio cuando uno se conforma con lo que tiene; porque nada trajimos al mundo, como nada podremos llevarnos, así que teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos.
Los que quieren hacerse ricos, caen en tentaciones, trampas y mil afanes insensatos y funestos, que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición, porque raíz de todos los males es el amor al dinero.” (1 Tim. 6, 6-10)
Es decir, el ideal de vida cristiana, en interpretación de D-Alegría, es “procurarse justamente un nivel de vida verdaderamente humano y contentarse con eso (la autarkeia), excluyendo la actitud de codicia de tener más”
b) el jurídico-político, que determina el ordenamiento de la propiedad a nivel social. En este plano, D-Alegría desarrolla una crítica despiadada al sistema capitalista que descansa sobre la aspiración incontenible a tener siempre más. Estamos, dice, ante una oposición radical del ‘espíritu del capitalismo’ frente a la doctrina de la Escritura, la Palabra de Dios. Porque el capitalismo está montado sobre la negación de la autarkeia y la apasionada afirmación del deseo ilimitado de lucro.
Por ello sostiene que el Cristianismo verdadero es incompatible con la ideología capitalista y antisocialista en el campo económico. La propiedad privada para el Cristianismo no puede ser un ideal, ni siquiera un valor ético.
II. 2.- La comunidad de bienes en el Cristianismo primitivo: la koinonía
Ya lo hemos visto anteriormente: Frente al afán de propiedad y la codicia, las primeras comunidades cristianas cultivaban la «comunidad» de corazones y de bienes (koinonía»), y ninguno tenía necesidad, porque los bienes de todos estaban a disposición de todos. (Hechos 2, 45).
El cristianismo, como vida vivida, es amor de la fraternidad y es «comunidad de corazones y de bienes». Evidentemente, la comunidad de bienes como afirmación del kerigma (anuncio primitivo) no es positivamente una afirmación de tipo jurídico. No se propugna una ley cristiana que proscriba jurídicamente la propiedad privada. La exigencia de «comunidad» de corazones v de bienes es de tipo ético-religioso, pero efectivo. No hay cristianismo sin comunidad de corazones, y no hay comunidad de corazones sin efectiva comunidad de bienes.
III.- LA SUPERACIÓN DE LA INJUSTICIA, HOY.
III. 1- Las causas estructurales de la injusticia: división clasista de la sociedad
Hemos visto cómo las exigencias del evangelio se concretan en el objetivo de construir una ‘sociedad de iguales’, sin potentados ni miserables, basada en la justicia. El gran obstáculo para ello es de carácter estructural. Nuestra sociedad es injusta (sustancialmente injusta), y no sólo en razón de actos individuales de injusticia, sino en razón de injusticias de tipo estructural. Vivimos en estructuras resultantes de injusticia, consolidadoras de más injusticia.
Sus efectos inapelables: una aldea global en la que casi dos tercios de la Humanidad sufre hambre, carece de agua potable, desconoce servicios sanitarios básicos, carece de educación básica y, en el mejor de los casos, es explotada laboral, comercial o culturalmente. Son los abismos entre el Norte y el Sur.
Abismos que, en la escala correspondiente se dan también en nuestra misma sociedad. Y que tienen su origen en la división estructural en clases sociales. Tales clases se relacionan dialécticamente y mantienen objetivamente intereses contrapuestos, lo que origina relaciones de dominación-subordinación entre la clase dominadora y las clases populares, dominadas, impidiendo que los anhelos de justicia puedan prosperar.
Las exigencias éticas del Cristianismo, tal como fue entendido por las primitivas comunidades, claman por la superación de esta división en clases, por la elemental razón de que tal división hace imposible el ideal de la fraternidad cristiana. El cristiano, en la búsqueda de esa igualdad social debe trabajar para desmontar y superar la actual estructura clasista de nuestra sociedad. El ideal cristiano de modelo social exige la superación de la actual división en clases, para hacer posible una sociedad de iguales. Y ello, aunque esa superación de las clases implique tensión y enfrentamiento.
Esta última cuestión trae a colación el demonizado asunto de la lucha de clases y su hipotética contradicción con el amor cristiano.
D-Alegría, clarifica la cuestión de esta manera:
“El gran principio cristiano no es ni la lucha de clases ni la colaboración interclasista. Es el amor al prójimo, incluso al enemigo, y el empeño por la justicia, porque el amor no hace injusticia (Rom. 13, 10). En una sociedad de clases discriminatorias, la lucha de clases (por parte de los oprimidos) por superar las discriminaciones no es contrario al Cristianismo. Ciertamente para el que se guía por el gran principio del amor, este principio influye en su misma actitud de lucha. Pero no excluye la lucha. Todo lo contrario, El amor lleva al empeño por la justicia y al odio hacia los factores de injusticia. Lo contrario al Xtmo. es la resistencia de la clases privilegiadas a una sociedad sin discriminaciones, es decir, sin clases”
O, también, “Concebir la lucha de clases como motor de desarrollo histórico no se opone a la fe ni a los principios cristianos. El cristianismo nos impone el principio del amor incluso a los enemigos. Con ello no excluye, sino más bien supone, la posibilidad de situaciones conflictivas y de una lucha civil mantenida con espíritu y con medios de acción que no vengan a negar el gran ‘principio del amor al prójimo”
El amor cristiano, lejos de ser un blando conformismo, plantea una dialéctica de amor y justicia que incluye la superación de las estructuras injustas.
III.2 – Cuestionamiento del Capitalismo y del Socialismo real
Las experiencias históricas de modelos sociales experimentados hasta hoy no han dado resultados positivos en la búsqueda de una sociedad suficientemente justa. Ni el modelo capitalista que, a la vez que hace crecer la riqueza mundial genera cada día más desigualdad y exclusión, ni el del socialismo real conocido, por su incapacidad para conjugar propiedad colectiva y derechos fundamentales de cada individuo, han podido ofrecer resultados incontestables de conjunto hacia esa sociedad de iguales.
D-Alegría ha dedicado profusos trabajos para analizar las estructuras generadas por el modelo capitalista, considerando tanto los principios económicos en que se basaron sus fundadores (Adam Smith, David Ricardo, Stuart Mill), como sus efectos sobre las relaciones sociales, la organización política y el desarrollo cultural (infraestructura y superestructura), para concluir con un diagnóstico de carácter ético. En el X Congrego de Teología (1990) explicaba: “El problema del sistema capitalista no está tanto en la opción entre mercado y planificación cuanto en la apuesta por el egoísmo y la codicia sin freno, en vez de la solidaridad y la capacidad de comunicación amistosa y fraterna de bienes”.
Ya antes había incidido en la necesidad de una superación del sistema capitalista, como una exigencia moral para los cristianos. El Cristianismo –dice- no puede ser vivido genuinamente sin un compromiso firme de todos los cristianos por romper las estructuras del sistema capitalista. Es necesario un cambio sociopolítico, económico y jurídico de las estructuras de nuestra sociedad, que, por una parte, sea un cambio cualitativo (un «salto» cualitativo) y, por otra, sea, por decirlo así, explosivo (en este sentido, violento). Es decir, no una simple «evolución», sino una verdadera «revolución». No seguir adelante con estas estructuras, para ver si, sobre la base de ellas, se puede mejorar algo, conseguir un progreso, sino un verdadero cambio, una revolución copernicana. Es necesario un impulso drástico, la rotura del viejo orden. En este sentido hablamos de «revolución». ¡Hay que romper! Porque -añade- por el camino por donde vamos, no caminamos hacia la justicia ni la fraternidad.”
Entonces, ¿el Socialismo?
Pues tampoco se entusiasma ni ahorra críticas ácidas cuando analiza las experiencias históricas de los ensayos socialistas. En la práctica, dice, tales experiencias han adolecido de
a) Notables dosis de totalitarismo, ideológico y político, que ha ignorado derechos fundamentales de la persona, imponiendo ideología a través de métodos represivos
b) Una absolutización del papel de las relaciones de producción, creyendo que bastaba imponer la socialización de los medios de producción para solucionar las contradicciones de la sociedad capitalista. Lo que se ha evidenciado como un grave error.
c) Una antropología, que él denomina pelagiana, que abunda en la negación de la responsabilidad (pecado) personal, reduciendo todo el mal a un pecado social. Es un error creer que lo que falla es sólo el sistema y sus mecanismos, no la responsabilidad de los individuos.
d) Un productivismo depredador. Una mitificación de la producción por creer que los problemas sociales se resuelven a base de aumentar cuantitativamente la producción.
Frente a esos errores, la óptica cristiana aporta una antropología que subraya el carácter frágil de la naturaleza humana. Según el relato de la Creación, el hombre es un ser defectible y, consiguientemente, siempre perfectible. Ello significa en la práctica que, aunque es indispensable una rectificación de las estructuras económicas capitalistas, sólo con ello no se resuelve definitivamente el problema del mal. En las nuevas coordenadas socialistas también pueden surgir nuevas formas de abuso y pecado. Las purgas estalinistas son un buen ejemplo de ello.
III. 3 – Hacia una sociedad de iguales. Un Socialismo de rostro humano
Con todo, afirma D-Alegría, “es preciso reconocer que los sistemas socialistas pretenden organizar la sociedad y su economía sobre principios de solidaridad y de servicio social, y no sobre el puro choque de egoísmos como hace el Capitalismo”
Y…. “respecto al problema de la eliminación de discriminaciones de clase, a mi juicio, las sociedades socialistas marcan un progreso efectivo.”
Por eso aboga por un socialismo capaz de superar los errores del pasado y colocar la dignidad de la persona por encima de las estructuras materiales, un Socialismo «de rostro humano» cuya economía acepte elementos sectoriales de mercado, competencia y estimulación, compatibles con una amplia participación democrática de todos los ciudadanos.
Una sociedad –sintetiza- en la que esté resuelto el problema del equilibrio entre libertad personal, integración social y participación sociopolítica. Pues, “Si se admite como imposible que un sistema de propiedad privada de los medios de producción pueda ser auténticamente «social» hay que convenir en que la estructura de la sociedad debe ser fundamentalmente socialista, en e! sentido explicado de un socialismo «de rostro humano».
IV.-ACTITUDES CRISTIANAS EN LA BÚSQUEDA DE LA JUSTICIA
*Conversión (metanoia) e Insumisión ante la injusticia
Al anunciar la llegada del Reino de Dios, Jesús invita a la conversión, a la metanoia, un cambio de mentalidad y actitud. Ello implica a) una vertiente material, de componente socioeconómico: desprenderse de los bienes y compartirlos con los pobres, y b) un compromiso constante frente a la injusticia.
D-Alegría se muestra contundente: “Un cristiano que sienta en sí algo del impulso del Espíritu, que es irrefrenablemente liberación de egoísmos y de codicias y apertura al amor de la fraternidad, se sentirá insoportablemente prisionero de la trama de estructuras de nuestro mundo, en que es imposible realizar con suficiencia una justicia, a la que el amor tiende…; Caminará hacia la justicia, siempre hacia una mayor justicia. No puede aceptar quedar instalado irremisiblemente en la injusticia social, incompatible con una vida en el amor.” Su norte será siempre la insumisión ante la injusticia, a pesar de que parezca tarea inalcanzable.
El impulso de justicia que viene de nuestra fe no puede ignorar cómo Jesús toma partido frente a las injusticias, las riquezas, las extorsiones y al dominio de los poderosos. Porque frente a la injusticia y la prepotencia, el Dios que se fija en la humildad de su esclava, como dice el Magnificat, derriba del trono a los poderosos y encumbra a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide de vacío. Jesús exhorta a la justicia, a toda la justicia y nada más que a la justicia.”
Y a la pregunta sobre qué hacer, D-Alegría no se atreve con recetas, pero señala modestamente que “no todos podremos hacerlo todo. Pero todos tendremos algo que hacer. Y me parece que casi todos tendríamos que hacer algo que no hacemos”
*La autarkeia. Una civilización de la austeridad
Ya hablamos antes de la AUTARKEIA, la actitud de conformarnos con un nivel de vida verdaderamente humano sin ceder a la codicia de siempre aspirar a más”
Esta perspectiva nos es de sobra conocida en el plano teórico e incluso en cierta perspectiva práctica. La mayoría de nosotros hemos dejado de aspirar a nuevas acumulaciones. Pero aún subsiste una doble pregunta:
a) ¿Hasta dónde alcanza ese nivel de vida digno para el ser humano? ¿Cuál es el umbral de satisfacción de ese nivel? ¿Por qué un nivel de vida verdaderamente humano para unos se obtiene con diez y para otros requiere 80, 100, ó 1000…? ¿Cómo evitar la tendencia a la permanente autojustificación?
b) Y, en segundo lugar, ¿qué valor tiene ese umbral de nivel digno cuando las diferencias a nivel planetario son tan descomunales que no alcanzamos siquiera a imaginar? ¿Será digno para los del Sur lo que en el Norte consideramos ‘basura’?
En cuanto a recursos materiales y en cuanto a derechos ¿Podemos tolerar las nuevas esclavitudes laborales de los inmigrantes sólo porque esa servidumbre inhumana para nosotros es para ellos mejor que el holocausto a que están sometidos en sus lugares de origen?
Así que, ¿con cuánto hemos de contentarnos? ¿No debería ser igual para todos?
En todo caso, algo parece evidente: que para el cristiano se impone una nueva cultura de la pobreza o de la austeridad compartida, como exigencia para la supervivencia de la Humanidad y como reto evangélico, imprescindible para evitar la ruina y la perdición del ser humano. Y hoy, en un mundo globalizado para los intereses de la codicia, ese nivel de austeridad requiere ser entendido en términos de solidaridad universal. El nivel de vida digno del ser humano tiene que rebajarse hasta entender que también afecta a los millones de hambrientos del mundo entero. Habrá que volver a hacer una nueva lectura del exabrupto de la carta a Timoteo: “…así que teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos”.
No vaya a resultar irreversible aquella sentencia de Rudolf Bharo: “ Si nos dejamos llevar por el miedo a la pobreza, les seguiremos pasando a los demás la miseria desnuda”
*Participación activa en la búsqueda de alternativas transformadoras.
Hemos visto que, en razón del núcleo más esencial y más auténtico del anuncio cristiano, el kerigma apostólico, la comunidad de los cristianos, está comprometida en el problema de la justicia en el mundo.
Como apoyo a favor de ese compromiso, D-Alegría recuerda aquél argumento de la carta a los Romanos: “Si no realizamos (al menos con suficiencia) la justicia, no vivimos en el amor; si no vivimos en el amor, no somos llevados por el Espíritu; si no somos llevados por el Espíritu, no vivimos la fe en Cristo. O no tenemos fe, o tenemos, según la enérgica expresión de la carta de Santiago, una fe que «está muerta».
La llamada a la acción no se puede ocultar. No podemos quedarnos en un Cristianismo de sólo contemplación; No podemos proclamar nuestra fe en un Dios de vida universal sin cuestionar nuestro estatus privilegiado; No podemos propugnar la democratización en el seno de la comunidad cristiana sin cuestionar de igual modo la falta de democracia en la vida económica y la insuficiencia de nuestra democracia política, formal y no participativa.
El kerigma cristiano nos reclama participación directa en la búsqueda de relaciones sociales plenamente democráticas, que hagan inviable cualquier la injusticia ocasional y, más aún, la estructural. Para lo cual, necesitamos apostar decididamente por un rearme ético y político que, además de la denuncia de la injusticia del sistema capitalista, indague sobre nuevas utopías de liberación, justicia y fraternidad social. El grito de ‘Otro mundo es posible’ (otra economía, otra ciudad, otra iglesia,…) es algo más que un eslogan. Se precisa imaginación, mucho trabajo y coherencia personal…. para atisbar nuevas utopías alternativas a la realidad de injusticia que caracteriza a nuestro mundo.
En esta hora histórica que nos toca vivir, esas utopías probablemente no procederán de algún gran dirigente mesiánico; su descubrimiento es tarea colectiva a la que todos estamos llamados. El camino de la utopía se construye horizontalmente. La historia del siglo XX ha demostrado que la utopía sólo será duradera si se construye así, con participación consciente de muchos, no por consignas nacidas de mentes iluminadas y difundidas verticalmente.
*Compromiso, paciencia histórica y esperanza cristiana.
Que D-Alegría es un hombre de esperanza ha sodo repetido muchas veces, y así consta en el título de su famoso libro, “Yo creo en la esperanza” (1973 y 1999). Pero esto no es sólo un eslogan, sino una profunda convicción de hombre de fe, comprometido intelectual y vitalmente con las causas de los débiles. La unión de la esperanza escatológica con la vocación por la justicia del Reino se encuentra en muchos pasajes de su obra. Veamos dos ejemplos:
En los primeros años ’70 escribía: “…. Un cristiano, si tiene algo de cristiano (de cristianismo vivo), ha de tener la esperanza de que será posible caminar hacia la justicia, hacia una mayor justicia. No puede aceptar quedar instalado irremisiblemente en la injusticia social, incompatible con una vida en el amor.
No digo que sea posible realizar en este mundo, socialmente, una justicia perfecta. Pero tampoco podemos admitir que la injusticia estructural, consolidada y violentamente (fuertemente) autodefendida del mundo en que vivimos sea un dato irreducible de la historia o una providencia normativa de Dios (¡esto último sería una blasfemia!).
Y en 1999, a pesar del triunfo del pensamiento único y de la Globalización neoliberal, reiteraba todavía: “…Y no veo por qué nos esté vedado mantener la esperanza de que en el futuro aparezca la posibilidad de establecer un socialismo de rostro verdaderamente humano, con libertades políticas y democracia económica, con verdadera soberanía popular. Una economía “con mercado”, que no sea “de mercado” y esté fundada prevalentemente en el espíritu y la práctica de la solidaridad”
El reto de la esperanza está lanzado. Falta que los cristianos de hoy superemos la doble tentación: de falta de compromiso, a causa de nuestros escrúpulos teóricos (no hay alternativas globales válidas) o de nuestra resignación desesperanzada, y de impaciencia superficial ante la lentitud de los procesos históricos, que con tanta frecuencia nos inducen al desencanto o al escepticismo.
El testimonio de personas, sencillas pero coherentes, como D-Alegría, y la lectura de sus textos pueden ayudarnos a recuperar energías en busca de una sociedad menos injusta.