Fernando Rivas Rebaque                                                                      Abril 2008

Reino de Dios

El tema central de la proclamación pública de Jesús, llegará a decir Joachim Jeremias, (uno de los mejores biblistas del siglo XX), no es Dios en sí mismo, ni siquiera la propia persona de Jesús, sino el reino de Dios, algo que nadie pone hoy en duda. De hecho, el resto de su mensaje y de su práctica están subordinados a este anuncio y en él encuentran su significado.

La expresión “reino de Dios” aparece muy abundantemente en los evangelios (13 dichos en Marcos, 25 en las fuentes propias de Mateo, casi siempre con la formulación “reino de los cielos”, para no nombrar a Dios, 6 en las fuentes propias de Lucas y 2 en el evangelio de Juan), y lo encontramos además en diferentes formas literarias (parábolas, oraciones, bienaventuranzas, profecías, relatos de milagros…).

Sin embargo, “reino de Dios no aparece como tal en el AT hebreo, salvo una cita en el libro de la Sabiduría 10,10 (“al justo Jacob que huía de la ira de su hermano, ella [la sabiduría] lo guió por senderos rectos, le mostró el reinado de Dios y le dio la ciencia de las cosas santas”). Su presencia es rara o nula en los libros deuterocanónicos, apócrifos y pseudoepígrafos del AT, así como en Qumrán, Filón, Flavio Josefo y la mayor parte de los targumes. Incluso tiene una escasa presencia en otras partes del NT: en las cartas paulinas aparece sólo en 7 ocasiones (y además en tradiciones bautismales o parenéticas recogidas por Pablo), y fuera de las cartas paulinas lo encontramos sólo en Apocalipsis (3x), Hebreos (2x), Santiago y 1Pe (en 1x en cada caso).

 

Como “reino de Dios” no ha sido utilizado prácticamente ni por los judíos ni por los cristianos de las primeras décadas del siglo I, y aparece fundamentalmente en los evangelios sinópticos y además casi siempre en labios de Jesús y de una manera tan central, podemos presuponer que Jesús decidió convertir este símbolo en el núcleo vertebrador de su mensaje y su acción.

          Sin embargo “Jesús jamás nos dice expresamente qué es ese reino de Dios. Lo único que dice es que está cerca” (W. Kasper, Jesús el Cristo, 86). Ni siquiera en las llamadas parábolas del reino Jesús define lo que es el reino, aunque recalque su novedad, su exigencia, su escándalo…” (Sobrino, Jesús liberador, 98). De aquí la importancia de descubrir en qué consiste esto que Jesús denomina reino de Dios.

 A pesar de todo esto, la investigación sobre el Reino de Dios ha quedado reducida en su mayor parte, en el fondo, al dilema de saber si era sólo un reino futuro (escatología retardada) o ya se estaba realizado en el presente (escatología inminente), siempre dentro de la hegemonía del tiempo, donde el espacio, o más exactamente, el lugar, no han tenido ninguna importancia ni representaban ningún interés.

 La propuesta que vamos a realizar, tomada en gran medida del biblista noruego Halvor Moxnes, consiste en repensar el reino de Dios, no desde la categoría del tiempo, predominante hasta hoy, sino desde la categoría del lugar. Antes vamos a describir de manera somera algunas de las causas que nos permitan comprender mejor esta perspectiva así como unas breves aclaraciones en torno a los conceptos de espacio y lugar.

 1.     El reino de Dios ha sido comprendido y explicado casi exclusivamente desde la categoría del tiempo

 Hasta el siglo XV el Occidente cristiano estuvo preocupado fundamentalmente por cuestiones locales. La colonización americana y africana abrió un escenario global de sitios por descubrir, explorar y explotar que se legitimó socialmente con la misión “civilizadora” y “modernizadora” que Occidente tenía que realizar en otras naciones más atrasadas tanto en el ámbito cultural como tecnológico y social, por no decir el religioso, todo ello acompañado de una expansión colonial económica y militar, siempre en nombre del progreso, cuya primera tarea consistía en la conquista del espacio y la eliminación de las fronteras locales a través del tiempo.

Lo local era asimilado a lo exótico, lo diferente, que debía integrarse en lo universal y homogéneo. El triunfo de las historias universales, el desarrollo de medios de transporte cada vez más rápidos, los avances en las comunicaciones venían a representar un avance más en esta hegemonía del tiempo que se expresaba, entre otras cuestiones, en la reducción de lo local a lo espacial, como un obstáculo a ser superado o limitado.

Tenemos que esperar a mediados del siglo XX para que lo local empiece a recuperar parte de su fuerza. Lo que comenzó por los procesos de descolonización, continuó después en otros campos: eliminación de la discriminación de raza, protagonismo de la mujer en la vida social, diferencias entre los países del norte y los del sur del planeta, importancia de la vida cotidiana, renacimiento de las identidades nacionales… Todo ello enmarcado dentro de lo que sería un auge de la importancia de lo local, sobre todo en contraposición a una globalización de carácter presuntamente universalizante y homogeneizadora.

Algo muy parecido ha sucedido con la reflexión en torno a la persona de Jesús, enmarcada fundamentalmente en un plano teológico general, donde la cuestión histórica no apareció prácticamente hasta el siglo XIX, siglo en el que se nos presenta a un Jesús desde unas características presuntamente universales, a pesar de que de hecho venían a coincidir en gran medida con el modelo predominante en la sociedad occidental: varón, blanco, culto y, a ser posible, burgués, como una personalidad única y solitaria, como los héroes del siglos XIX. El hecho de que naciera en Palestina, que tuviera un origen campesino, que se moviera en un ambiente popular y aldeano no tenía ninguna importancia, porque lo importante era el mensaje de salvación que traía. Hay que esperar a muy avanzado el siglo XX para que se establezca una conexión más profunda entre la persona de Jesús, y el Reino, y las categorías relacionadas con el lugar y el espacio.

 Antes de hablar de esta relación considero necesario una cierta aclaraciones sobre lo que entiendo por lugar: un primer acercamiento nos indica que “lugar” es una localización espacial, la forma en que el espacio es ocupado por los objetos y las actividades con las que los seres humanos nos apropiamos de él, en este sentido está determinado y estructurado por fuezas y estucturas sociales.

En un segundo momento, el “lugar” significa “la representación del espacio, el apuntalamienteo ideológico existente bajo esas prácticas, que se presentan como ‘naturales’ y como parte del ‘orden dado’”, una forma que habitualmente representa el poder de la élite dominante (Moxnes, Poner a Jesús en su lugar, 203), puesto que el espacio y el lugar se utilizan para estructurar las identidades y el paisaje normativo, tanto personal como comunitariamente.

 Por último, el “lugar” puede ser contemplado desde la perspectiva de los de abajo, en lo que se conoce como “espacios imaginados”, que no es igual que “lugares imaginarios”, puesto que un lugar imaginario un lugar real contemplado de una forma diferente, desde su lado más clandestino y subterráneo, imaginando nuevos significados y posibilidades para las prácticas espaciales ya existentes. Un ejemplo: la ínsula Barataria sería un lugar imaginario, mientras que el Reino de Dios formaría parte de los lugares imaginados. Por lo tanto, mientras los lugares imaginarios no tienen ninguna relación, o muy poca, con los lugares reales, los lugares imaginados son estos mismos lugares reales, pero contemplados desde una perspectiva nueva, totalmente diferente.

2. El Reino de Dios como un lugar imaginado

 Aunque la expresión “reino de Dios” sólo aparece una vez en todo el AT, todo la Antigua Alianza está llena de expresiones y conceptos relacionados con la realeza de Dios. Unas expresiones que procederían del ámbito cananeo, donde Israel podría haber unido la realeza estática del dios El (Dios es rey) con la realeza dinámica del dios Baal (Dios se hace rey), para transferir ambas a Yavéh. Esta teología habría tenido su contexto vital en el culto al templo de Jerusalén y los entornos cortesanos, que habrían surgido con el nacimiento de la dinastía davídica: Dios era rey de toda la realidad por la creación y de Israel por la elección.

Después del destierro, esta soberanía divina se configuró de tal manera que iba unida a la liberación de Israel de sus enemigos, la restauración de las doce tribus y la renovación del templo, y así escuchamos en el segundo Isaías: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas noticias, que anuncia salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios” (Is 52,7). Algo que volverá a expresar siglos más tarde el libro de Daniel cuando, hacia el 160 a.C., anuncia la irresistible instauración futura del reino de Dios en contra de los grandes imperios existentes en su tiempo.

         El propio Jesús “presentó el reino de Dios (un nuevo lugar) no como un poder majestuoso, sino mediante una exraña combinación de ambiciosas declaraciones e imágenes tomadas de la vida sencilla de las familias galileas” (Moxnes, Poner a Jesús, 23). Entre las características específicas del reinado de Dios que aparece en Jesús destacan el hecho de que este Reino es de Dios-Abba, fuente de vida y oferta gratuita de misericordia y perdón, un Reino que responde a su iniciativa, por la que Dios realiza su soberanía y poder sobre el mundo de una forma nueva. El aspecto condenatorio que tenía la visión del Reino en otros contextos (como el propio Juan Bautista) queda claramente postergado, sin llegar a desaparecer del todo. Al mismo tiempo este Reino está haciéndose ya presente con la vida y actuación del propio Jesús y exige por parte nuestra una conversión (metanoia), un cambio radical de conducta para hacer de nuestra vida una existencia digna del Reino.

Aunque el reino de Dios debemos situarlo (en continuidad con el sentido bíblico) dentro del ámbito de la religión política, en el caso de Jesús es un símbolo cargado de tantos estratos, que nos permite conectarlo en muchos casos con el ámbito de lo doméstico.

 Es más, a pesar de que la imagen del reino de Dios procede del ámbito político, es decir, relativo al espacio público, de la polis, el reino anunciado por Jesús no tiene ninguna relación con la forma de configuración social predominante en su tiempo, el Imperio (o la monarquía), sino que más bien nos habla de otra forma social menos valorada, la “aldea”. El origen campesino de Jesús le hace localizar el Reino no en la corte, ni en las grandes ciudades, ni desde la perspectiva de la élite, centros desde los que se contempla la realidad en la inmensa mayoría de los casos en el mundo antiguo (y diría que hoy), sino en la pequeña casa de aldea, desde los márgenes galileos y con la mirada del que trabaja con sus propias manos.

 Por lo tanto, el reino de Dios no sólo proporciona una nueva perspectiva y motivación sino que nos invita a acogerlo e incorporarnos al dinamismo de Dios que se desarrolla en la historia. De aquí la utilización de expresiones que no tienen paralelos en el judaísmo de su tiempo como “entrar en el Reino de los cielos”, “heredar el Reino”, “se acerca el Reino de Dios”; “el más pequeño en el Reino”, “las llaves del Reino”; os precederán en el Reino” (Aguirre, Mesa compartida, 139).

 En concreto, y desde la perspectiva del Reino como lugar imaginado podemos decir que el reino de Dios supone, en un primer nivel, un lugar para los que no tienen lugar ni cabida en el mundo; en segundo lugar, el reino de Dios se constituye como una unidad familiar donde el Padre “está en los cielos”, todos y todas se viven como hermanos en el Hijo y la calidad o el nivel de relaciones se descubre desde el servicio; por último, el reino de Dios tiene un cierto carácter conflictivo porque pone en cuestión gran parte de nuestras estructuras y comportamientos, de aquí la tentación de reducirlo a un no-lugar. Paso a desarrollar algo más estos enunciados.

 2.1.         El reino de Dios supone un lugar para los que no tienen lugar ni cabida en el mundo

 En el reino anunciado y vivido por Jesús hay una firme voluntad inclusiva, sobre todo frente a otras formas de anunciarlo y vivirlo en su tiempo como la del propio Juan Bautista o los fariseos, una voluntad que se expresa no sólo en la invitación a tomar para de él a todas las personas, sin mirar ni su pertenencia social, su estilo de vida, su género o su situación, sino una especial predilección, casi obsesiva, por acercarse y acercar al Reino a aquellas personas que se encuentran en los márgenes o la periferia, para que nadie se quede fuera de este banquete.

 Es más, “el reino de Dios trae consigo, dentro de Israel, una rehabilitación de los grupos estigmatizados… Grupos con deficiencias sociales: los pobres, los hambrientos, los afligidos, los perseguidos y los niños son proclamados dichosos porque de ellos es el reino de Dios (Mt 5,3s; Mc 10,14s)…” (G. Theissen, Jesús histórico, 306), y lo mismo grupos con deficiencias físicas como los enfermos y eunucos (Mt 19,12: eunucos), o con deficiencias morales como los publicanos y prostitutas.

 Tanto los símbolos con que se expresa este Reino (comidas, naturaleza, actividades cotidianas) como las maneras de llevarlo a cabo (acciones simbólicas, milagros, parábolas) encuentran aquí uno de sus más hondos sentidos, y la alegría por la recuperación de la oveja perdida o la moneda perdida sólo sirve de anticipo al gozo emocionado por el hijo perdido que vuelve a la casa.

 Por tanto, este Reino nos obliga a replantear los lugares que ocupamos, modificando nuestras prioridades y jerarquía, de cara a hacer del mundo un lugar más humano y habitable, donde todas las personas puedan ocupar el lugar que le corresponde.  Pues, como dice Ángel González: “En esto consiste justamente el reino de Dios: en que los modos propios del actuar de Dios van adquiriendo, ya desde ahora y desde abajo, un lugar sobre la tierra” (A. González, Reinado de Dios, 148).

 2.2.          El reino de Dios constituye además como una unidad familiar donde el Padre “está en los cielos”, todos y todas se viven como hermanos en el Hijo y la calidad o el nivel de relaciones se descubre desde el servicio

 En aparente contraste con la imagen política habitual del reino de Dios, uno de los lugares imaginados por Jesús para el reino de Dios es el de la casa y el grupo familiar. Y es que “el hogar es el comienzo del lugar”, porque sólo cuando el espacio lo sentimos como completamente familiar ha llegado a ser un lugar. Por eso, a la hora de hablar del Reino Jesús lo entiende como una unidad familiar donde el padre actúa como un paterfamilias bastante extraño, en primer lugar porque en su actuación se resaltan sobre todo las funciones habitualmente asignadas a la madre (protección del más débil, cariño, reconciliación entre hermanos…), en segundo lugar porque permite e incluso potencia unas relaciones de igualdad insólitas en la época, y en tercer lugar porque pone todo su honor en aquellas personas más deshonrosas según los criterios de su tiempo.

 No es un paterfamilias celoso de la cuota de poder que consigan sus hijos e hijas, ni preocupado por establecer jerarquías o diferencias entre ellos y ellas, sino más bien inquieto y hasta obsesionado por aquellas personas que no tienen casa ni hogar, con el fin de hacerlas volver. De hecho, la manera de designarlo en boca de Jesús, Abba, es toda una declaración de principios.

 Pero es que, además, al haberse excluido el paterfamilias del ámbito del dominio, deja un espacio vacío para que pueda ser llenado desde unas relaciones fraternas y de igualdad, donde “el que quiera ser grande, que sea servidor vuestro, y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos” (Mc 10,43s)”. De esta manera se rompen buena parte de las dinámicas sociales injustas, estableciendo como criterio de inserción en el Reino actitudes en gran medida contrarias a la cultura dominante. 

Resumiendo, como dice el biblista noruego Halvor Moxnes: “La expresión ‘el reino vuelve a casa’ es apropiada para lo que estaba sucediendo. Para los que habían dejado sus grupos familiares, los dichos de Jesús sobre el reino lo imaginaban como un nuevo lugar de origen. Los dichos de Jesús sobre el reino eran una forma de reintegrar la existencia desplazada y sin hogar de los seguidores de Jesús a un grupo familiar: era una manera de hablar sobre lo no familiar de manera familiar. Con una forma subversiva de retórica, Jesús introdujo la vida de los discípulos itinerantes en los grupos familiares de Dios. Los dichos de Jesús subvertían el significado tradicional del grupo familiar, pues eran los sin hogar los que ahora componían la familia de Dios” (Moxnes, Poner a Jesús…, 230).

2.3.         El reino de Dios tiene inevitablemente un cierto carácter conflictivo, porque pone en cuestión gran parte de nuestras estructuras y comportamientos, de aquí la tentación de reducirlo a un no-lugar.

“Es claro que, en los evangelios, ni una sola vez, los grupos y personas que se enfrentaron a Jesús, le echaron en cara ni lo denunciaron porque anunciaba el reino de Dios. Ni los fariseos, ni los escribas, ni los sumos sacerdotes, jamás acusaron a Jesús por el hecho de anunciar el Reino. El problema no se provocó por eso. El problema se provocó… por el modo como anunció el Reino. Y, sobre, todo, por el modelo o ideal del Reino que presentó Jesús” (José María Castillo, El Reino de Dios, 37).

Y es que el reino de Dios tiene un cierto carácter conflictivo, al cuestionar buena parte de nuestras estructuras y comportamientos. No es, pues, una realidad neutral, ante la cual podemos quedar indiferentes, sino que o bien nos situamos a su favor (y, en consecuencia, contra de todo lo que se oponga a su crecimiento) o bien intentamos reducirlo a un no-lugar (los no-lugares son aquellos espacios públicos y estandarizados como los aeropuertos, los hospitales, las grandes superficies que utilizamos sin hacerlos propios, como una especie de lugar de paso).

En el caso del cristianismo las formas predominantes de esta reducción del reino de Dios a un no-lugar han sido, en primer lugar, la reducción del Reino la reducción del Reino a la persona de Jesús, que ha tenido como corolario la eclesiastización, es decir, la reducción del Reino a la Iglesia. Lo mismo que el Reino de Dios no puede reducirse a la persona de Jesús, por el olvido que supone de la función del Espíritu para su puesta en marcha en la historia y del papel del Padre en su desarrollo, con mayor motivo el Reino no puede reducirse a la Iglesia que, aunque tiene un papel fundamental como servicio e instrumento de este Reino, sin embargo no se identifica con él ni puede monopolizarlo, ya que a veces su propia realidad histórica la convierte en un obstáculo al mismo.

La segunda forma de reducción del Reino es el moralismo, es decir su reducción a la virtud. En este caso la actitud religiosa farisea se viene a unir a la moral predominante en cada período, hasta formar un conglomerado de difícil salida, porque el Reino pierde en gran medida su capacidad crítica y cuestionadora, convirtiéndose en un elemento más para la conservación y mantenimiento del sistema social.

 Por último, la tercera manera de reducción del Reino a un no lugar es el espiritualismo, en sus dos vertientes: la huida del mundo y la focalización del Reino en la lucha contra el cuerpo, que el fondo supone una subjetivización del Reino (centrado en la propia perfección, olvidando su dimensión social) así como una especie de existencia presuntamente liberada, cuando en realidad supone una actitud de profunda cobardía ante la realidad.

 Conclusiones

 Como dice una obra de Rafael Sánchez Ferlosio, Mientras los dioses no cambien, nada ha cambiado, por eso el reino de Dios supone, en primer lugar, un cambio radical en la manera de entender y vivir a Dios, de aquí tanto su carácter conflictivo como la dificultad a la hora de llevarlo a práctica, porque cuestiona las bases sobre las que damos sentido y organizamos nuestros lugares. Sociedad, economía, ideología…, todo queda trastocado por esta nueva manera de mirar al mundo.

          Esto significa, en primer lugar, que a pesar de que el Reino es una invitación hecha a todas las personas, no todas responden que sí. Los evangelios destacan, por un lado, la especial incidencia que tiene el Reino entre los que se encuentran en los márgenes o están excluidos (mujeres, enfermos, pecadores, marginados) y, por otro, dos comportamientos que dificultan enormemente la entrada en el Reino: aquellas personas que no quieran hacerse como niños y los ricos.

 El reino de Dios que anuncia y pone en marcha Jesús implica una crítica a toda teología imperial que pretenda sustentar relaciones de poder o dominio sobre bases teológica o religiosas. El Dios de Jesús no quiere el predominio de unos pueblos o naciones sobre otros, ni de unos grupos sociales sobre otros, ni de unas personas sobre otras, sino unas relaciones de fraternidad, basadas en el servicio. El reino de Dios relativiza de esta manera toda forma de poder, impidiendo que se convierta en la última instancia de decisión.

 Además, y como dice Rafael Aguirre, “el reino de Dios es un principio de conversión institucional que pone en movimiento y relativiza a la Iglesia porque le recuerda constantemente que no es un fin en sí misma, sino que está al servicio de algo más amplio: le recuerda su provisionalidad” (R. Aguirre, Ensayo, 47). Es la Iglesia la que debe estar al servicio del Reino, y no el Reino al servicio de la Iglesia: nuestras estructuras, nuestras prácticas, nuestras palabras…, todo debe pasar por el tamiz del Reino, que es el que nos dará la hondura y calidad cristiana de las mismas.

 Tanto la experiencia de Dios como el seguimiento de Jesús sólo pueden entenderse correctamente desde la perspectiva del Reino, que vertebra y da sentido a las mismas.

 Bibliografía

 R. Aguirre, El Reino de Dios y sus exigencias morales, en La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales, Sal Terrae, Santander 1994, 135-163; Ib., Ensayo sobre los orígenes del cristianismo: de la religión política de Jesús a la religión doméstica de Pablo, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2001.

J. Mª Castillo, El Reino de Dios. Por la vida y la dignidad de los seres humanos, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999.

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R. A. Horsley, Jesús y el Imperio. El Reino de Dios y el nuevo desorden mundial, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2003.

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H. Moxnes, Poner a Jesús en su lugar. Una visión radical del grupo familiar y el reino de Dios, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2005.

J. Sobrino, Jesús y el reino de Dios, capítulo 4 de Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret, Trotta, Madrid 1991, 95-177.

G. Theissen-A. Merz, El Jesús histórico, Sígueme, Salamanca 2000, 273-316.