El pacto de las catacumbas y la Iglesia de los pobres Jon Sobrino
Juan XXIII y el cardenal Lercaro tuvieron una ilusión en el Concilio “la Iglesia de los pobres”. El obispo de Tournai lo dijo así: “primus locus in ecclesia pauperibus reservandus est”. Pero no tuvieron éxito. Algunos obispos, bastantes latinoamericanos, pronto captaron que a la mayoría de los padres les era lejano el tema de una Iglesia “volcada a los pobres de este mundo”, “en pobreza y sin poder”. Y siguiendo la inspiración de Juan XXIII se reunieron con regularidad en Domus Mariae, para tratar el tema “la pobreza de la Iglesia”.
Pocos días antes de la clausura del Concilio, cerca de 40 padres conciliares celebraron una eucaristía en las catacumbas de santa Domitila. Pidieron “ser fieles al espíritu de Jesús”. Y al terminar la celebración firmaron el “pacto de las catacumbas: una Iglesia servidora y pobre”. Es un texto singular de 13 puntos.
Es un desafío a los “hermanos en el episcopado” a llevar una “vida de pobreza” y a ser una Iglesia “servidora y pobre”. Los signatarios se comprometieron a vivir en pobreza, rechazar todos los símbolos o privilegios de poder y colocar a los pobres en el centro de su ministerio.
El compromiso fue recogido por Medellín en el capítulo “Pobreza de la Iglesia”. Los obispos se preguntaron por su propia pobreza y la de sus iglesias. Y desde de la pobreza y opresión de las mayorías se pronunciaron sobre la misión de la Iglesia: los dos primeros capítulos sobre “Justicia” y “Paz”.
En América Latina don Helder Camara, Leonidas Proaño, muy dolido por el olvido -cuando no desprecio- de su pueblo indígena por parte de la Iglesia, don Sergio Méndez Arceo, y don Pedro Casaldáliga”, todos ellos confiesan que la Iglesia de Jesús es una “Iglesia de los pobres”. Y no es fácil. A diferencia del Concilio, Medellín desde el principio tuvo en su contra a los poderes económicos, militares, policiales y en buena parte también mediáticos del continente: informe Rockefeller de 1968, documento de Santa Fe de 1980, reuniones de militares en el cono sur en la década de los ochenta. Y también ocurrió al interior de la Iglesia institución. Ya en los setenta importantes jerarcas le declararon la guerra. Puebla logró mantenerlo con dignidad. En Santo Domingo el olvido se hizo inocultable. Aparecida supuso un freno al retroceso, aunque no se enfrentó con el debido vigor al conflicto.
Monseñor retomó a Medellín y lo hizo fundamental. Construyó una Iglesia hecha de pobres, evangelizadora de los pobres y de los oprimidos. No excluyó a nadie, pero de ella se autoexcluían los opresores. Como el Jesús de Lucas excluyó “el día de la venganza de nuestro Dios”, pero la Iglesia de Monseñor se convirtió en amenaza para los opresores. Lc 6, 20-26 impidió volatilizar a Mt 5, 3-11. De ahí su innegociable denuncia profética.
Buscó construir una Iglesia ella misma pobre, evangelizadora “en pobreza y sin poder, sin ínfulas de solemnidad”, sin aire de superioridad y de arrogancia ante otras iglesias, religiones que buscan el bien para los pobres. Una Iglesia con religiosos y religiosas que tomen en serio la pobreza que prometieron, y con una jerarquía que se pregunte, como lo hizo en Medellín, si vive o no en pobreza. Fue la Iglesia realmente pobre, humilde y ecuménica de Monseñor.
Monseñor quiso construir también una iglesia respetuosa y amiga de la razón y de la libertad de los pobres y pequeños, en lo que quisiera detenerme. Fue respetuoso de la razón para no infantilizarlos, sino que impulsó la formación, para lo que ayudaban sus cartas pastorales y largas homilías, aun sabiendo que cuando la fe de los sencillos se hace adulta suele poner en aprietos a la institución y su doctrina. Y fue respetuoso de su libertad, aunque así fuese más difícil mantener a los fieles sometidos a la autoridad.
Y por encima de todo, Monseñor construyó una Iglesia que se conmovía con el sufrimiento de los pobres. Nunca hizo pasar ese sufrimiento a un segundo lugar, como si, actuando de esa forma defendiese mejor los derechos de Dios. “Mi posición de pastor me obliga a ser solidario con todo el que sufre” (7 de enero, 1979), dijo lapidariamente
Monseñor puso juntos a Cristo y a los oprimidos. “Ustedes son el divino Traspasado, Cristo crucificado”, les dijo a unos campesinos aterrorizados. Y en otra homilía los comparó con el siervo sufriente de Jahvé. Que yo sepa sólo Monseñor Romero y Ellacuría han usado la expresión “pueblo crucificado”, “siervo sufriente de Jahvé”, para referirse a los pobres y víctimas.
La Iglesia de Monseñor fue seguidora de Jesús e Iglesia mártir. Es lo que más ha caracterizado a la Iglesia salvadoreña y latinoamericana: una nube de testigos, obispos, sacerdotes, religiosas, innumerables laicos y laicas, cristianos y cristianas.
El martirio es el “mayor amor” y no se puede ir más allá, pero se puede precisar. En América Latina, no han dado la vida por cualquier amor sino por defender a víctimas, mayorías pobres, inocentes, indefensas. Esa Iglesia ha sido martirial por ser, como Jesús, compasiva y misericordiosa hasta el final. Los mártires son los verdaderos padres y madres de la Iglesia latinoamericana. Impiden que el deterioro en la Iglesia sea mayor, y de ellos y ellas sigue viviendo lo mejor de nuestra Iglesia. Cambian los tiempos. Pero sigue siendo necesaria la decisión a arriesgar y a no rehuír conflictos por defender a millones de víctimas. La Iglesia debe seguir siendo “martirial”.
Esa fue “la Iglesia de los pobres” de Monseñor Romero.
Jon Sobrino