Carta-Reflexión de un beneficiario de APROMAR, leída en la celebración del día 14 de enero de 2.018

Hace ya algún tiempo que llevo preguntándome, sin respuestas claras y verdaderas, por qué somos así, o nos comportamos de esta o aquella manera; cuál es nuestra actitud ante los demás y, lo que es más importante aún, hacia nosotros mismos.

Digo esto porque he llegado a la conclusión de que, bajo mi humilde opinión, lo primero que deberíamos hacer es detenernos, no tener miedo a quedarnos a solas con nosotros mismos para hacernos las preguntas adecuadas: ¿qué opinión tengo hacia los que cumplen condena en las cárceles en nuestra sociedad?, ¿es esa opinión fruto de lo que piensa la gran mayoría, una opinión condicionada?, ¿o es realmente una opinión propia? Por tanto, ¿son y no soy partícipe de una discriminación, de unas etiquetas que no nos llevan a ninguna parte, que no resuelven el problema?

El pensamiento de muchos es; ‘si han cometido un delito, que lo paguen’, y, en verdad, con eso no estoy en total desacuerdo, ya que yo mismo he sido arrastrado por ese mundo despiadado de las drogas, las calles y, como consecuencia, el delito.

Soy un preso al que le quedan doce meses de una condena total de ocho años. A lo largo de mi vida y, a causa del problema con las drogas, he llegado a cumplir veintiséis años en prisión. Por esto, me encuentro a día de hoy con una vida totalmente desestructurada, teniendo la obligación de partir desde cero o más atrás en unos u otros aspectos de mi vida. En ningún caso me siento orgulloso del tiempo perdido, ni de lo que hice, ni de lo que he sido; pero lo que sí tengo claro es que, en esta vida, no hay que rendirse nunca, no retroceder ni para coger impulso.

Pero, realmente, es lo que me he buscado por no tomar las decisiones correctas, bien por falta de madurez en mi adolescencia o por estar enganchado, no sólo a las drogas, sino también a esa adrenalina que te proporciona cometer un delito, huir de la policía, etcétera. Por eso creo que, al detenernos y al quedarnos a solas con nosotros mismos, debemos exigirnos, ante todo, sinceridad. Lo importante es no seguir engañándonos por más tiempo, buscar la verdad de lo que estamos viviendo y de cómo, no empeñarnos en ocultar lo que somos y en querer parecer lo que no somos. Es fácil experimentar entonces el vacío y la mediocridad.

Aparecen, ante nosotros, actuaciones y posturas que están arruinando nuestra vida, pero, sin embargo, no es esto lo que hubiéramos querido, pues, en el fondo, todos deseamos ser mejores personas y vivir un poco mejor. Descubrir cómo estamos dañando nuestra vida no tiene porqué hundirnos en el pesimismo o la falta de esperanza. Si tomamos conciencia de estas cosas, esto es saludable para todos. Además, nos dignifica y nos ayuda a recuperar la autoestima, pues no todo es ruin y malo en nosotros. Digo esto tanto para los que hemos cometido delitos y hecho sufrir a otras personas, como para las personas que nos ven desde fuera, y que tienen un concepto del delincuente o del preso de ser lo peor que existe o de no tener corazón, lo que es un concepto totalmente desacertado. Nada más lejos de la realidad, pues, por encima de todo, somos personas.

Por ello pido a los que lean éstas, mis palabras, que lo tomen como un pequeño punto de inflexión, para darse cuenta de que la discriminación y el castigo no son la solución para ayudar a estas personas, pese a que otras muchas así lo piensen y pese a que el sistema judicial y penitenciario los apliquen.

Creo firmemente que, dentro de cada uno de nosotros, actúa siempre una fuerza que nos atrae, empujándonos hacia el bien, el amor y la bondad. Así que hemos de poner en sintonía nuestra razón con el corazón y adoptar una postura nueva en la vida, en definitiva, tomar una dirección más sana. Por ello creo que nuestra sociedad necesita de hombres y mujeres que enseñen el arte de abrir los ojos, personas también que, con su testimonio, siembren inquietud, contagien vida y ayuden a plantearse honradamente los interrogantes más hondos del ser humano. Si se aprendiese esto, quizás nuestra forma de mirar y de comportarnos con los demás, sería más humana y haríamos por los demás lo que desearíamos que hiciesen con nosotros. Entonces yo me pregunto ¿Por qué esa actitud de discriminación, de señalización, de expulsión o de rechazo de los más desvalidos de nuestra sociedad?

Unos están recluidos definitivamente en un centro, otros deambulan por nuestras calles. Están entre nosotros, pero apenas despiertan el interés de nadie. Son los que llamamos delincuentes o enfermos mentales, entre otros. No resulta tampoco fácil penetrar en su mundo de dolor y soledad, privados de algún modo, o en algún grado, de vida consciente y afectiva. No les resulta fácil convivir, pues muchos de ellos son seres débiles y vulnerables, o viven atormentados por el miedo en una sociedad que los teme o se desentiende de ellos.

Desde tiempo inmemorial, un conjunto de prejuicios, miedos y recelos ha ido levantando una especie de muro invisible entre ese mundo, de oscuridad y dolor, y la vida de quienes se consideran sanos, ciudadanos normales y ejemplares. El enfermo psíquico o el delincuente crean inseguridad, y su presencia parece siempre peligrosa. Lo más prudente es defender nuestra normalidad, rehuyéndolos o discriminándolos de nuestro entorno. Hoy se habla de la inserción o reinserción social de estos enfermos o delincuentes, y del apoyo terapéutico que puede significar su integración en la convivencia. Pero creo que, si no se produce un cambio de actitud ante estas personas, con una ayuda más real, todo ello no dejará de ser una bella teoría.

Aprendamos pues, a mirar nuestros semejantes, sea cual sea la persona y lo que haya hecho, con una mirada más cordial y más humana.

Pongamos todo nuestro pequeño grano de arena para la verdadera recuperación de estas personas, que también son humanas. Pues renunciar a tratar a las personas con la dignidad que merecen, en pro de nuestros propios intereses o bienestar, nos irá corrompiendo y destruyendo poco a poco, no sólo como sociedad, sino individualmente.”

Derribando Estigmas

C.N.M., beneficiario de APROMAR